El proceso de
mundialización que estamos viviendo está generando en pensadores,
filósofos, economistas y políticos una sensación en la que se mezclan las
certezas con las incertidumbres de toda situación nueva.
En este proceso van a
confrontarse dos concepciones del mundo: la de quienes consideran que la
mundialización sólo debe ceñirse a las relaciones de producción y al comercio y
la de quienes, piensan que debe materializarse también en el campo de los
derechos civiles, del bienestar colectivo, de las relaciones laborales.
Después de la Segunda Guerra Mundial, se
pusieron las bases para desarrollar un sistema económico más estable que
impidiera la catastrófica situación económica del periodo de entreguerras y sus
efectos indeseables como la emergencia del nazismo y otros totalitarismos.
La condición inicial para
la globalización se expresa en la decisión de los países dominantes para lograr
un mundo sin fronteras dirigido al intercambio comercial y financiero, y la siguiente
es la revolución tecnológica que permite a financieros y empresarios intervenir
en tiempo real en cualquier país.
Este modelo, hoy dominante,
se contrapone con la filosofía social del siglo XX, establecida sobre el
principio de redistribución de la riqueza.
En la Unión Europea
estamos viviendo de manera especialmente intensa ese proceso, y los dos retos
prioritarios que nos plantea la globalización son: de una parte, el
mantenimiento del empleo y la generación de nuevos puestos de trabajo; de otra,
dar soluciones de fondo al aumento imparable del fenómeno migratorio.
La Unión Europea no puede
renunciar a jugar un papel de primer orden en la configuración de un nuevo
orden mundial, más equilibrado y más justo. Sin demagogia, con rigor y
paciencia.
Pero también con decisión.
El proceso de
mundialización de la economía y de los procesos productivos que estamos
viviendo está generando en pensadores, filósofos, economistas y políticos una
sensación en la que se mezclan las certezas con las inseguridades, las verdades
sabidas con las incertidumbres propias de toda situación nueva.
Es verdad que no es un
proceso tan nuevo como a veces nos es presentado por algunos teóricos.
De sus raíces, habla a las
claras la ya larga vida de buena parte de las multinacionales realmente
existentes, o los intentos de coordinación de los sindicatos y las
organizaciones políticas en el nivel supranacional, o el hecho de que incluso la Internacional Socialista,
en sus orígenes a finales del siglo XIX, no fuera sino la respuesta política de
las clases subalternas a un sistema económico que, en buena medida, sabía más
de beneficios y sobreexplotación que de fronteras.
Sin embargo, ha sido el
desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, de la comunicación y la
creación en la red, de un espacio económico mundial, lo que ha posibilitado el
avance, en términos mucho más efectivos y acelerados, de la globalización.
Un proceso que, valorado en
términos objetivos, no es bueno ni malo sino necesario e inevitable y cuyas
consecuencias para la
Humanidad serán positivas o negativas en función de la
capacidad que despleguemos desde el punto de vista social, político y
económico.
Por tanto, estamos dando pasos de un
itinerario cuyo recorrido será complejo, lleno de tensiones, en el que se van a
confrontar dialécticamente dos concepciones del mundo, de la sociedad, dos
visiones de la globalización: la de quienes consideran que la mundialización
sólo debe ceñirse a las relaciones de producción y al comercio y la de quienes,
desde posiciones reformadoras, de izquierdas, consideramos que debe
materializarse también en el campo de los derechos civiles, del bienestar
colectivo, de las relaciones laborales.
Del resultado de esa pugna
social, económica, política, de esa dialéctica entre concepciones del mundo, va
a depender el futuro de la
Humanidad y, sobre todo, las posibilidades de bienestar de
las futuras generaciones.
En esas raíces de la
mundialización, hemos de considerar que siempre ha existido influencia de unos
pueblos sobre otros, hasta el punto de llegar a producir un efecto de
homogeneización de costumbres que han impuesto los dominantes como expresión de
la influencia e intereses de imperios y grandes países sobre los demás.
A nivel mundial, lo más
simple ha sido la relación económica, a través de la expansión del comercio
habida cuenta de la preponderancia de las costumbres y gustos de los países
dominantes, que al incidir también en el desarrollo político y militar, llegan
a apoderarse de las materias primas que necesitan y venden sus excedentes a
esos mismos pueblos, que colonizados culturalmente aceptan dicho consumo.
Superados los procesos
coloniales, la dinámica comercial ha proporcionado grandes beneficios al
negociar los excedentes financieros así como los bienes y servicios.
Después de la Segunda Guerra Mundial, se
pusieron las bases para desarrollar un sistema económico más estable que
impidiera la catastrófica situación económica del periodo de entreguerras y sus
efectos indeseables como la emergencia del nazismo y otros totalitarismos.
Los vencedores de la guerra
configuran las líneas generales del sistema global, esto es, a poder ser,
regímenes democráticos y un comercio internacional con criterios estables. Se
establecen instituciones que tutelan esta orientación, FMI, etc., acuerdos
sobre aranceles como el GATT en 1947, y desde Bretton-Woods 1944, donde se
establece un sistema de tipos de cambio fijos, si bien ajustables en
determinadas circunstancias, establecidos sobre el dólar divisa que a su vez
podía convertirse en oro a un tipo de cambio garantizado por Estados Unidos, y
se llega hasta la Ronda Uruguay
(1993) que termina con el GATT y lo sustituye por la organización Mundial del
Comercio (OMC).
También tras la Segunda Guerra Mundial, el
viejo Estado Liberal quedaba difuminado y nadie pretendía recuperarlo.
Sin embargo, pese al
predominio de la influencia keynesiana, va configurándose con el paso de los
años un modelo conservador en estos países y sus instituciones encargadas del
tutelaje, cuyo cénit se alcanza en la Ronda
Uruguay y en las cumbres de la OMC dirigidas a una mayor liberalización del
libre comercio y de los flujos de capitales, a la vez que curiosamente se
continúan discutiendo los límites a dicha liberalización mientras no se corrigieran
los desequilibrios del actual sistema.
La condición inicial para
la globalización se expresa en la decisión de los países dominantes para lograr
un mundo sin fronteras dirigido al intercambio comercial y financiero. El marco
legal que ampara esta orientación es la
OMC y la herramienta que homogeniza las condiciones aplicando
sus recetas es el FMI, que condiciona a que los países cedan, y al dejarse influir por los
dominantes posibilitan un espacio económico de alcance mundial.
La condición siguiente en
este proceso global es la revolución tecnológica que permite a los dominantes,
financieros y empresarios intervenir en tiempo real en cualquier país.
Este proceso tecnológico,
coincide con la llamada liberalización de los mercados tanto nacionales como
sectoriales, procesos amplios de privatizaciones, libre circulación de flujos
monetarios, sustitución de la fiscalidad
directa por la indirecta, desregulación del mercado de trabajo o flexibilidad
laboral, etc., medidas orientadas en la mejor tradición libre cambista en la
acepción del grupo Mont Pelerin- Davor.
La base del sistema está en
que el dinero sólo sirve al sistema productivo y financiero y el poder de los
estados se aleja del mundo económico e incluso social. Presupuestos
equilibrados y menor presión fiscal directa, liberan grandes sumas que buscan
mejorar su productividad en los mercados más rentables y la desregulación en
todos los ámbitos atraen las inversiones de capital.
Este modelo, hoy dominante,
se contrapone con la filosofía social del siglo XX, establecida sobre el
principio de redistribución de la riqueza, que permitía a los más
desfavorecidos tener acceso a bienes y servicios esenciales que por su precio
sólo eran accesibles a unos pocos.
Estabilizadas las reglas
neoliberales, diremos que han llegado para quedarse, por tanto la generación de
riqueza y su distribución ha sido hurtada a los Estados que no podrán tutelar
adecuadamente los derechos de los ciudadanos sino que habrán de verlos como
clientes o inversionistas que sólo al participar en el proceso económico
recuperarán verdaderamente sus derechos.
La gran concentración de
capital se hace necesaria para converger en ofertas que requieren una masa
crítica importante para establecerlas con contenidos de carácter global. En medio,
las personas que han mutado de detentadores de derechos a mercancías y
travestidos por las migajas de la opulencia, de solidarios de clase a autistas.
El escenario actual
caracterizado por depresión económica y desempleo recuerda al de entreguerras,
aunque la inflación no se muestra con el rigor que tuvo en aquella encrucijada
histórica.
En la Unión Europea
estamos viviendo de manera especialmente intensa ese proceso. Por dos razones:
porque, gracias a la acción de la socialdemocracia en el último medio siglo,
Europa es, todavía, un espacio con sociedades del bienestar aunque parcialmente
melladas por las políticas conservadoras, y porque se está convirtiendo en un
espacio de promisión para masas crecientes de inmigrantes procedentes de los
dos ámbitos de subdesarrollo con los que, al norte y al sur, tiene frontera: el
norte de África y el África subsahariana de un lado y el antiguo bloque del
Este de otro.
Si las sociedades del
bienestar europeas se han caracterizado por una situación próxima al pleno
empleo, el catálogo de derechos económicos, sociales y políticos de que sus
ciudadanos se benefician se ha convertido en un foco irresistible de atracción
para los habitantes de la miseria y el subdesarrollo.
En consecuencia, los dos retos prioritarios que a la izquierda europea nos plantea la globalización están íntimamente vinculados a esos dos factores: de una parte, el mantenimiento del empleo y la generación de nuevos puestos de trabajo; de otra, dar soluciones de fondo al aumento imparable del fenómeno migratorio por razones económicas, de mera subsistencia.
Los paradigmas en que se ha basado históricamente el teórico liberalismo para afrontar ambos retos, han sido la liberalización extrema de las relaciones laborales y la reducción de la protección social en el primero de los casos y, aunque resulte paradójico, el incremento de los controles fronterizos y de los mecanismos de expulsión del inmigrante, en el segundo. Son salidas fáciles que en no pocas ocasiones han contado con el respaldo de buena parte de la opinión pública y que han calado en algunos sectores de los partidos progresistas que forman parte de la Internacional Socialista. El marchamo de inevitabilidad con que las han adornado los teóricos del liberalismo ha hecho que se presenten como soluciones universales.
Sin embargo, las soluciones duraderas, de largo alcance, no están en ese ámbito ideológico. Desde hace más de dos décadas, los sindicatos y otras organizaciones sociales vienen pugnando por un cambio legislativo de ámbito europeo que reduzca la jornada laboral a treinta y cinco horas semanales, posibilitando así la creación de nuevos empleos y mejorando la calidad de vida, y las posibilidades de ocio, de los asalariados; pero, cuando se aplicó en Francia,1998, el éxito no coronó la medida, que fue derogada en el 2008 entre protestas de la izquierda y cierta indiferencia de la ciudadanía, más allá de la huelga general que tuvo lugar como expresión de la respuesta sindical.
Así mismo desde la década de los setenta, no
pocos movimientos en contra del empobrecimiento del Tercer Mundo han demandado
la implantación de una tasa a las transacciones financieras que propusiera, en
1972, el economista keynesiano y Premio Nóbel James Tobin cuyos fondos irían
destinados a combatir la pobreza y el subdesarrollo.
El 22 de enero de 2013, doce
años después de haberlo propuesto Lionel Jospin, el ECOFIN (Consejo de la Unión Europea en su
formación de Asuntos Económicos y Financieros) adoptó una decisión por la cual
se autoriza a once Estados Miembros de la Unión Europea a
avanzar, a través del mecanismo de la cooperación reforzada en la
creación de un impuesto
sobre las transacciones financieras, más conocido como Tasa Tobin, para frenar
los ataques especulativos y hacer que la banca asuma parte de los costes de la
crisis. Tasa que el Ministro De Guindos motejaba recientemente en televisión
como impuesto Robin Hood.
La cooperación reforzada
ofrece una posibilidad para que los Estados Miembros que puedan avancen sin
verse lastrados por el resto, es un mecanismo que evita el anquilosamiento de la Unión. Pese a sus
bondades, se ha probado como un mecanismo al que se recurre poco y con escaso
éxito.
Así pues, tras vencer las
resistencias de Gobiernos como el británico y el polaco los ministros de finanzas
de la Unión Europea
dieron el visto bueno a una medida que, según los cálculos del Instituto Alemán
para la Investigación
Económica, podría recaudar 37.000 millones de euros al años
en los 11 países que se han decidido a adoptarla (Alemania, Austria, Bélgica,
Eslovenia, Eslovaquia, España, Estonia, Francia, Grecia, Italia y Portugal).
Bruselas cuantificó en 2011, los porcentajes del gravamen, (0,1% para la
compraventa de acciones y bonos; y 0,01% para los productos derivados); pero en
todo caso los Gobiernos tienen ahora la última palabra. Este mecanismo entraría
en vigor en 2014. Estaremos atentos a la respuesta de los poderes económicos.
Esperemos y veamos.
Ha sido pues, desde la socialdemocracia y desde Europa, donde se ha planteado, sin complejos, materializar ambas políticas. Ello permitiría la creación de un fondo para combatir el subdesarrollo y posibilitaría dar solución, a medio y largo plazo y en la raíz, a los crecientes procesos migratorios, lo que supondría un primer paso en el camino hacia la redistribución de los beneficios de la globalización y hacia la mundialización de los derechos económicos y sociales de dos terceras partes de la Humanidad.
La Unión Europea no puede renunciar a jugar un papel de primer orden en la configuración de un nuevo orden mundial, más equilibrado y más justo. Si a lo largo del siglo XX se ha constituido en un espacio de bienestar colectivo, de derechos civiles, de protección social, de desarrollo económico equilibrado, en este siglo debe esforzarse por mundializar esas conquistas. Sin demagogia, con rigor y paciencia. Pero también con decisión.
En ese proceso, la izquierda, el socialismo
democrático y los movimientos sociales deben estar a la altura del desafío que
se nos plantea. Un desafío histórico, semejante al que el que el movimiento
obrero se planteó en los albores de la sociedad industrial, hace casi dos
siglos.
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