jueves, 27 de junio de 2013

POR UNA GLOBALIZACIÓN DIFERENTE



El  proceso de  mundialización que estamos viviendo está generando en pensadores, filósofos, economistas y políticos una sensación en la que se mezclan las certezas con las incertidumbres de toda situación nueva.

En este proceso van a confrontarse dos concepciones del mundo: la de quienes consideran que la mundialización sólo debe ceñirse a las relaciones de producción y al comercio y la de quienes, piensan que debe materializarse también en el campo de los derechos civiles, del bienestar colectivo, de las relaciones laborales.

Después de la Segunda Guerra Mundial, se pusieron las bases para desarrollar un sistema económico más estable que impidiera la catastrófica situación económica del periodo de entreguerras y sus efectos indeseables como la emergencia del nazismo y otros totalitarismos.

La condición inicial para la globalización se expresa en la decisión de los países dominantes para lograr un mundo sin fronteras dirigido al intercambio comercial y financiero, y la siguiente es la revolución tecnológica que permite a financieros y empresarios intervenir en tiempo real en cualquier país.

Este modelo, hoy dominante, se contrapone con la filosofía social del siglo XX, establecida sobre el principio de redistribución de la riqueza.

En la Unión Europea estamos viviendo de manera especialmente intensa ese proceso, y los dos retos prioritarios que nos plantea la globalización son: de una parte, el mantenimiento del empleo y la generación de nuevos puestos de trabajo; de otra, dar soluciones de fondo al aumento imparable del fenómeno migratorio.

La Unión Europea no puede renunciar a jugar un papel de primer orden en la configuración de un nuevo orden mundial, más equilibrado y más justo. Sin demagogia, con rigor y paciencia.
Pero también con decisión.



El  proceso de  mundialización de la economía y de los procesos productivos que estamos viviendo está generando en pensadores, filósofos, economistas y políticos una sensación en la que se mezclan las certezas con las inseguridades, las verdades sabidas con las incertidumbres propias de toda situación nueva.

Es verdad que no es un proceso tan nuevo como a veces nos es presentado por algunos teóricos.

De sus raíces, habla a las claras la ya larga vida de buena parte de las multinacionales realmente existentes, o los intentos de coordinación de los sindicatos y las organizaciones políticas en el nivel supranacional, o el hecho de que incluso la Internacional Socialista, en sus orígenes a finales del siglo XIX, no fuera sino la respuesta política de las clases subalternas a un sistema económico que, en buena medida, sabía más de beneficios y sobreexplotación que de fronteras.

Sin embargo, ha sido el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, de la comunicación y la creación en la red, de un espacio económico mundial, lo que ha posibilitado el avance, en términos mucho más efectivos y acelerados, de la globalización.

Un proceso que, valorado en términos objetivos, no es bueno ni malo sino necesario e inevitable y cuyas consecuencias para la Humanidad serán positivas o negativas en función de la capacidad que despleguemos desde el punto de vista social, político y económico.

 Por tanto, estamos dando pasos de un itinerario cuyo recorrido será complejo, lleno de tensiones, en el que se van a confrontar dialécticamente dos concepciones del mundo, de la sociedad, dos visiones de la globalización: la de quienes consideran que la mundialización sólo debe ceñirse a las relaciones de producción y al comercio y la de quienes, desde posiciones reformadoras, de izquierdas, consideramos que debe materializarse también en el campo de los derechos civiles, del bienestar colectivo, de las relaciones laborales.

Del resultado de esa pugna social, económica, política, de esa dialéctica entre concepciones del mundo, va a depender el futuro de la Humanidad y, sobre todo, las posibilidades de bienestar de las futuras generaciones.

En esas raíces de la mundialización, hemos de considerar que siempre ha existido influencia de unos pueblos sobre otros, hasta el punto de llegar a producir un efecto de homogeneización de costumbres que han impuesto los dominantes como expresión de la influencia e intereses de imperios y grandes países sobre los demás.

A nivel mundial, lo más simple ha sido la relación económica, a través de la expansión del comercio habida cuenta de la preponderancia de las costumbres y gustos de los países dominantes, que al incidir también en el desarrollo político y militar, llegan a apoderarse de las materias primas que necesitan y venden sus excedentes a esos mismos pueblos, que colonizados culturalmente aceptan dicho consumo.

Superados los procesos coloniales, la dinámica comercial ha proporcionado grandes beneficios al negociar los excedentes financieros así como los bienes y servicios.

Después de la Segunda Guerra Mundial, se pusieron las bases para desarrollar un sistema económico más estable que impidiera la catastrófica situación económica del periodo de entreguerras y sus efectos indeseables como la emergencia del nazismo y otros totalitarismos.

Los vencedores de la guerra configuran las líneas generales del sistema global, esto es, a poder ser, regímenes democráticos y un comercio internacional con criterios estables. Se establecen instituciones que tutelan esta orientación, FMI, etc., acuerdos sobre aranceles como el GATT en 1947, y desde Bretton-Woods 1944, donde se establece un sistema de tipos de cambio fijos, si bien ajustables en determinadas circunstancias, establecidos sobre el dólar divisa que a su vez podía convertirse en oro a un tipo de cambio garantizado por Estados Unidos, y se llega hasta la Ronda Uruguay (1993) que termina con el GATT y lo sustituye por la organización Mundial del Comercio (OMC).

También tras la Segunda Guerra Mundial, el viejo Estado Liberal quedaba difuminado y nadie pretendía recuperarlo.

Sin embargo, pese al predominio de la influencia keynesiana, va configurándose con el paso de los años un modelo conservador en estos países y sus instituciones encargadas del tutelaje, cuyo cénit se alcanza en la Ronda Uruguay y en las cumbres de la OMC dirigidas a una mayor liberalización del libre comercio y de los flujos de capitales, a la vez que curiosamente se continúan discutiendo los límites a dicha liberalización mientras no se corrigieran los desequilibrios del actual sistema.

La condición inicial para la globalización se expresa en la decisión de los países dominantes para lograr un mundo sin fronteras dirigido al intercambio comercial y financiero. El marco legal que ampara esta orientación es la OMC y la herramienta que homogeniza las condiciones aplicando sus recetas es el FMI, que condiciona a que los países  cedan, y al dejarse influir por los dominantes posibilitan un espacio económico de alcance mundial.

La condición siguiente en este proceso global es la revolución tecnológica que permite a los dominantes, financieros y empresarios intervenir en tiempo real en cualquier país.

Este proceso tecnológico, coincide con la llamada liberalización de los mercados tanto nacionales como sectoriales, procesos amplios de privatizaciones, libre circulación de flujos monetarios, sustitución  de la fiscalidad directa por la indirecta, desregulación del mercado de trabajo o flexibilidad laboral, etc., medidas orientadas en la mejor tradición libre cambista en la acepción del grupo Mont Pelerin- Davor.

La base del sistema está en que el dinero sólo sirve al sistema productivo y financiero y el poder de los estados se aleja del mundo económico e incluso social. Presupuestos equilibrados y menor presión fiscal directa, liberan grandes sumas que buscan mejorar su productividad en los mercados más rentables y la desregulación en todos los ámbitos atraen las inversiones de capital.

Este modelo, hoy dominante, se contrapone con la filosofía social del siglo XX, establecida sobre el principio de redistribución de la riqueza, que permitía a los más desfavorecidos tener acceso a bienes y servicios esenciales que por su precio sólo eran accesibles a unos pocos.

Estabilizadas las reglas neoliberales, diremos que han llegado para quedarse, por tanto la generación de riqueza y su distribución ha sido hurtada a los Estados que no podrán tutelar adecuadamente los derechos de los ciudadanos sino que habrán de verlos como clientes o inversionistas que sólo al participar en el proceso económico recuperarán verdaderamente sus derechos.

La gran concentración de capital se hace necesaria para converger en ofertas que requieren una masa crítica importante para establecerlas con contenidos de carácter global. En medio, las personas que han mutado de detentadores de derechos a mercancías y travestidos por las migajas de la opulencia, de solidarios de clase a autistas.

El escenario actual caracterizado por depresión económica y desempleo recuerda al de entreguerras, aunque la inflación no se muestra con el rigor que tuvo en aquella encrucijada histórica.

En la Unión Europea estamos viviendo de manera especialmente intensa ese proceso. Por dos razones: porque, gracias a la acción de la socialdemocracia en el último medio siglo, Europa es, todavía, un espacio con sociedades del bienestar aunque parcialmente melladas por las políticas conservadoras, y porque se está convirtiendo en un espacio de promisión para masas crecientes de inmigrantes procedentes de los dos ámbitos de subdesarrollo con los que, al norte y al sur, tiene frontera: el norte de África y el África subsahariana de un lado y el antiguo bloque del Este de otro.

Si las sociedades del bienestar europeas se han caracterizado por una situación próxima al pleno empleo, el catálogo de derechos económicos, sociales y políticos de que sus ciudadanos se benefician se ha convertido en un foco irresistible de atracción para los habitantes de la miseria y el subdesarrollo.

En consecuencia, los dos retos prioritarios que a la izquierda europea nos plantea la globalización están íntimamente vinculados a esos dos factores: de una parte, el mantenimiento del empleo y la generación de nuevos puestos de trabajo; de otra, dar soluciones de fondo al aumento imparable del fenómeno migratorio por razones económicas, de mera subsistencia.
 
Los paradigmas en que se ha basado históricamente el teórico liberalismo para afrontar ambos retos, han sido la liberalización extrema de las relaciones laborales y la reducción de la protección social en el primero de los casos y, aunque resulte paradójico, el incremento de los controles fronterizos y de los mecanismos de expulsión del inmigrante, en el segundo. Son salidas fáciles que en no pocas ocasiones han contado con el respaldo de buena parte de la opinión pública y que han calado en algunos sectores de los partidos progresistas que forman parte de la Internacional Socialista. El marchamo de inevitabilidad con que las han adornado los teóricos del liberalismo ha hecho que se presenten como soluciones universales.

Sin embargo, las soluciones duraderas, de largo alcance, no están en ese ámbito ideológico. Desde hace más de dos décadas, los sindicatos y otras organizaciones sociales vienen pugnando por un cambio legislativo de ámbito europeo que reduzca la jornada laboral a treinta y cinco  horas semanales, posibilitando así la creación de nuevos empleos y mejorando la calidad de vida, y las posibilidades de ocio, de los asalariados; pero, cuando se aplicó en Francia,1998, el éxito no coronó la medida, que fue derogada en el 2008 entre protestas de la izquierda y cierta indiferencia de la ciudadanía, más allá de la huelga general que tuvo lugar como expresión de la respuesta sindical.

 Así mismo desde la década de los setenta, no pocos movimientos en contra del empobrecimiento del Tercer Mundo han demandado la implantación de una tasa a las transacciones financieras que propusiera, en 1972, el economista keynesiano y Premio Nóbel James Tobin cuyos fondos irían destinados a combatir la pobreza y el subdesarrollo.

El 22 de enero de 2013, doce años después de haberlo propuesto Lionel Jospin, el ECOFIN (Consejo de la Unión Europea en su formación de Asuntos Económicos y Financieros) adoptó una decisión por la cual se autoriza a once Estados Miembros de la Unión Europea a avanzar, a través del mecanismo de la cooperación reforzada en la creación de un impuesto sobre las transacciones financieras, más conocido como Tasa Tobin, para frenar los ataques especulativos y hacer que la banca asuma parte de los costes de la crisis. Tasa que el Ministro De Guindos motejaba recientemente en televisión como impuesto Robin Hood.
La cooperación reforzada ofrece una posibilidad para que los Estados Miembros que puedan avancen sin verse lastrados por el resto, es un mecanismo que evita el anquilosamiento de la Unión. Pese a sus bondades, se ha probado como un mecanismo al que se recurre poco y con escaso éxito.
Así pues, tras vencer las resistencias de Gobiernos como el británico y el polaco los ministros de finanzas de la Unión Europea dieron el visto bueno a una medida que, según los cálculos del Instituto Alemán para la Investigación Económica, podría recaudar 37.000 millones de euros al años en los 11 países que se han decidido a adoptarla (Alemania, Austria, Bélgica, Eslovenia, Eslovaquia, España, Estonia, Francia, Grecia, Italia y Portugal). Bruselas cuantificó en 2011, los porcentajes del gravamen, (0,1% para la compraventa de acciones y bonos; y 0,01% para los productos derivados); pero en todo caso los Gobiernos tienen ahora la última palabra. Este mecanismo entraría en vigor en 2014. Estaremos atentos a la respuesta de los poderes económicos. Esperemos y veamos.
 
Ha sido pues, desde la socialdemocracia y desde Europa, donde se ha planteado, sin complejos, materializar ambas políticas. Ello permitiría la creación de un fondo para combatir el subdesarrollo y posibilitaría dar solución, a medio y largo plazo y en la raíz, a los crecientes procesos migratorios, lo que supondría un primer paso en el camino hacia la redistribución de los beneficios de la globalización y hacia la mundialización de los derechos económicos y sociales de dos terceras partes de la Humanidad.

La Unión Europea no puede renunciar a jugar un papel de primer orden en la configuración de un nuevo orden mundial, más equilibrado y más justo. Si a lo largo del siglo XX se ha constituido en un espacio de bienestar colectivo, de derechos civiles, de protección social, de desarrollo económico equilibrado, en este siglo debe esforzarse por mundializar esas conquistas. Sin demagogia, con rigor y paciencia. Pero también con decisión.

 En ese proceso, la izquierda, el socialismo democrático y los movimientos sociales deben estar a la altura del desafío que se nos plantea. Un desafío histórico, semejante al que el que el movimiento obrero se planteó en los albores de la sociedad industrial, hace casi dos siglos.

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