viernes, 7 de noviembre de 2014

EVOLUCIÓN DE LOS SISTEMAS SANITARIOS

El desarrollo de los sistemas sanitarios públicos modernos que hoy conocemos en los países desarrollados se produce tras la Segunda Guerra Mundial y especialmente durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo; acompañando a la recuperación económica de la posguerra y al desarrollo de las políticas económicas keynesianas características de esa época.

En la década de los ochenta y tras la resaca de la primera gran crisis económica de la postguerra, es cuando comienzan a generalizarse las señales de alerta.

La necesidad de hacer compatibles la autonomía profesional y la lógica económica es una exigencia racional. Pero, el reconocimiento general del problema no lleva, por sí solo, a consenso en cuanto a su solución.

El desarrollo de los sistemas sanitarios públicos modernos que hoy conocemos en los países desarrollados se produce tras la Segunda Guerra Mundial y especialmente durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo; acompañando a la recuperación económica de la posguerra y al desarrollo de las políticas económicas keynesianas características de esa época. La enorme expansión que vivieron los sistemas sanitarios se produjo, en términos generales, sin que los aspectos financieros introdujeran incertidumbres o -menos, aún- limitaciones de consideración.

Basta con contemplar la evolución, entre 1960 y 1980, del porcentaje del PIB. que la mayor parte de los países industrializados fueron destinando al sostenimiento de sus sistemas sanitarios (predominantemente públicos, con la única excepción relevante de los Estados Unidos de América), para apreciar cuánto hay de verdad en esta descripción.

En la década de los ochenta y tras la resaca de la primera gran crisis económica de la postguerra, es cuando comienzan a generalizarse las señales de alerta: en ese momento, buena parte de estos países desarrollados están destinando porcentajes que se sitúan entre el 6% y el 9% de su PIB y en torno al 20% de sus presupuestos anuales a mantener operativo un sistema sanitario que alcanza su madurez, no sólo económica, sino también científica y social.

La alarma proviene, no tanto de la realidad presente, cuanto del futuro que cabe esperar si se permite que los sistemas sanitarios se instalen en esa tendencia inflacionista, sin más freno que su propia capacidad para detraer recursos. Si existe, o no, un límite hipotético a esa enorme capacidad de crecimiento es algo que seguirá permaneciendo en el terreno de las hipótesis, porque lo cierto es que los gobiernos comienzan a aplicar políticas sanitarias restrictivas, generalmente basadas en la limitación presupuestaria anual, acompañada de medidas menores, como fórmulas de copago y una cierta -aunque, en términos generales, irrelevante- limitación de prestaciones. Es éste un mecanismo perverso que, en lugar de definir en el ámbito político institucional qué es lo que cabe esperarse y lo que no del sistema de salud, sus posibilidades y límites, deposita en el propio sistema sanitario la capacidad para definir, sobre la marcha, a dónde llega o no con los presupuestos anuales asignados.

Sin embargo, el efecto principal de las políticas desarrollistas iniciales fue el sentimiento fuertemente interiorizado entre los profesionales sanitarios, los médicos fundamentalmente, de que únicamente deberían guiarse, en sus prácticas diarias, por tres condicionantes y, al tiempo, objetivos: el bienestar de sus pacientes, el desarrollo del conocimiento científico aplicado (tecnología, incluida) y su propio estatus social y profesional, objetivos que, aparte de legítimos, sirvieron como base para consolidar una práctica profesional estimada y estimable al servicio de los ciudadanos.

La crisis sanitaria de los ochenta obligó a incorporar a este simple y eficaz sistema profesional una variable, no sólo nueva, sino además, profundamente extraña y rechazada por la práctica médica moderna: los costes derivados de las decisiones profesionales. Las relaciones entre Economía y Salud han estado, desde entonces, marcadas por la animosidad recíproca, la desconfianza y el sentimiento permanente de amenaza: los profesionales, hacia su autonomía; los decisores económicos, hacia los resultados reales de esa autonomía.

La necesidad de hacer compatibles ambos aspectos -el reconocimiento de la autonomía profesional y la introducción de la lógica económica en la toma de decisiones clínicas- es una exigencia racional. Pero, al igual que sucede en numerosas ocasiones, el reconocimiento general del problema no lleva, por sí solo, al consenso en cuanto a su solución.

Está fuera de toda duda que es necesario implicar a los profesionales en las decisiones de gestión, pero para que esta implicación sea efectiva es necesario que los profesionales acepten este papel cooperativo; y esta aceptación no se decide en el vacío, sino que toma en consideración sus propias expectativas acerca de lo que, como profesionales y como empleados, esperan de la organización, en aspectos como carrera profesional, retribuciones, incentivos, calidad de vida laboral, etc.



No hay comentarios:

Publicar un comentario