Es
bien sabido que las Instituciones del Bienestar forman parte de las señas de
identidad del pensamiento socialdemócrata con la misma fuerza con que el
mercado lo hace en cuanto a la ideología liberal.
No
es de extrañar, por tanto, que hoy en día el ámbito de los servicios públicos
sea el escenario del debate ideológico donde las dos opciones pugnan por
imponer sus lógicas.
Ante
una crisis como esta, soy partidario de poner límites a lo superfluo para
consolidar lo esencial. Lo superfluo, se ha desarrollado por un déficit
planificador de tal suerte que hoy nos encontramos con instrumentos obsoletos,
muy costosos y sin utilidad que solo han respondido a intereses concretos, en
ocasiones espurios, amparados por el demagógico “todos tenemos derecho a todo y
a la puerta de casa”.
Entiéndase
bien, no estoy diciendo que poner límites sea el primer paso para otras
estrategias. Abordar los puntos débiles del sistema es hacerlo menos vulnerable.
Las
demandas sociales sobre el Estado de Bienestar son crecientes y la priorización
y/o discriminación positiva de las mismas es la única estrategia razonable para
poder atender más integralmente las demandas de los sectores más desprotegidos.
Los
condicionantes económicos, la eficiencia distributiva y la capacidad técnica
han de ser el trípode sobre el que construyamos la salida a la situación
actual. Siempre desde el estímulo al potencial productivo y la aplicación del
esfuerzo personal como ética colectiva y garantía de equidad.