lunes, 14 de septiembre de 2015

¿TIENE LA IZQUIERDA FUTURO?

El futuro de la izquierda es un debate sobre puntos de equilibrio, más que sobre modelos antagónicos o alternativos.
El socialismo, hoy, no puede representar un modelo terminado de sociedad, sino un proyecto en el que la cooperación represente una alternativa a la competitividad, como eje básico del progreso de las sociedades.
La misión histórica del socialismo no se limita hoy a moderar los excesos del capitalismo y a dotarle de un rostro humano, sino que el proyecto socialista trata de derrotar al capitalismo en su propio terreno natural de juego, el mercado, recuperándole como institución social creadora de riqueza colectiva.
El reconocimiento de que el mercado no es por definición una estructura económica al servicio del capital, sino una institución social que regula buena parte de las relaciones económicas de todos los seres humanos, supuso un punto de ruptura teórico para el socialismo europeo y para la izquierda en general.
Confundir mercado y capitalismo es un error teórico y político del que se derivan graves problemas estratégicos.
El fracaso planificador de las economías centralizadas, los excesos en la concepción del Estado como agente económico y el injusto refrendo a un proteccionismo económico, no puede servir de excusa para renunciar a definir el papel de lo público de manera explícita, para mantener la vigencia de importantes valores sociales y para reconocer la necesidad de establecer reglas de juego que permitan un desarrollo definido en términos sociales y no sólo en términos, económicos.
 Las amenazas de deshumanización que se ciernen sobre nuestras sociedades deberían alentar una reflexión en términos de valores, no únicamente de valores de izquierdas, sino de valores humanos útiles y justos. El capitalismo, expresa una concepción puramente instrumental o utilitaria de las personas y las estructuras sociales, mientras que para el socialismo son las estructuras económicas, comenzando por el mercado, quienes poseen tal valor utilitario, al servicio de las necesidades humanas.
Hay serios problemas prácticos, comenzando por la necesidad que tienen todas las economías nacionales de resultar competitivas para poder crear riqueza en el volumen suficiente que haga posible atender todas las necesidades sociales; paradójicamente, parece que la forma homologada de alcanzar el nivel económico necesario para este noble objetivo puede exigir como punto de partida una reducción del nivel de cobertura de las necesidades sociales, de tal suerte que configuraría un marco de convivencia en la que primaría la insolidaridad, generaría segregación y permitiría seguir contemplando al fondo de nuestra sociedad, la explotación.
Deberíamos buscar otras formas de alcanzar mejores niveles de capacitación productiva y competitividad, desde un orden social económico cooperativo. Las estructuras económicas modernas, incapacitan a las economías nacionales para adoptar políticas económicas y sociales diferenciales.
 Los Estados no pueden permitirse permanecer al margen de los tratados de libre comercio, aunque su adhesión signifique la imposición de un determinado papel en la producción e intercambio de productos y servicios que resulten difíciles para su cultura, sus estructuras sociales y sus necesidades.
No parece posible renunciar a la lógica de los ciclos económicos, desengancharse de una forma de hacer política basada en los indicadores macroeconómicos, estabilizándose en un nivel de riqueza que, adecuadamente repartido, permitiera satisfacer las necesidades humanas esenciales de toda la población.
Es dentro de estos condicionantes donde se sitúa uno de los temas clave para el futuro de la izquierda: la acción de gobierno de los partidos socialdemócratas.
Siendo indudable que el ejercicio del poder exige un elevado nivel de pragmatismo, también resulta indudable que es necesario interrogarse sobre los elementos diferenciadores entre las políticas que desarrollan los gobiernos progresistas y los conservadores. La existencia de una sensibilidad social más intensa en las filas socialdemócratas es evidente.
Pero también es evidente que las políticas económicas y sociales tienden a homologarse, muy particularmente las reformas restrictivas, en los sistemas de protección social y de relaciones laborales. El hecho de que exista una base real de sustentación de algunas de estas actuaciones legislativas, no debe traducirse en una renuncia explícita a definir el modelo de sociedad que la izquierda considera al tiempo necesario y posible. Sin esta definición explícita será difícil esperar algo más que un mimetismo desordenado difícil de explicar a los ciudadanos.
 En este contexto restrictivo, para aportar valor real a las propuestas políticas de la izquierda es necesario enfrentar el futuro desde un posicionamiento activo. En lugar de situarse a la defensiva y atrincherarse cada vez que parece sonar la artillería neo/ibera!, hay que demostrar con los hechos que es conciliable una política de protección social avanzada con la rigurosidad económica y política que los tiempos presentes parecen demandar.
En esta tarea, no sirven de mucho los discursos obsoletos, estatalistas a ultranza que simplemente se niegan a reconocer que el papel del Estado en la economía empieza a comprenderse mejor en términos de capacitación e incentivación que de control e intervención.
 El hecho de que la sociedad genere formas organizativas concretas para gestionar los recursos colectivos no puede llevarnos a pensar que el objetivo básico de la sociedad sea, precisamente, la defensa dogmática de esas formas de organización, es decir, a confundir los instrumentos con los fines.
Los cambios sociales tiran de las instituciones para que se adapten y si éstas no resultan congruentes con los valores, demandas y necesidades sociales sólo consiguen una creciente desafección por parte de los ciudadanos. 

Creo que esta reflexión es necesaria, porque es evidente la existencia en la izquierda de un cierto fetichismo emotivo que intenta obtener adhesiones viscerales a un mundo de viejas palabras e imágenes que pueden haber perdido hoy buena parte de sus contenidos; una posición en la que son los símbolos lo que más importa, como si el mundo de lo real fuera un artificio y sólo tuviera existencia real el mundo de las ideas. Las posiciones socialistas se suman con frecuencia en una especie de perplejidad paralizante; su discurso es a menudo divagante e impreciso y ello ciertamente no aporta valor ni a la sociedad, ni al propio pensamiento de la izquierda.
¿Debe girar necesariamente todo el discurso socialdemócrata en torno al papel del Estado? No, a mi entender.
Los valores de izquierdas -la solidaridad, la cooperación, la distribución equitativa de los recursos sociales, el bienestar entendido como ayuda mutua y protección frente a los riesgos, la emancipación de las penurias y la incultura para todos los seres humanos- siguen manteniendo plena vigencia y en este universo el papel del Estado es esencial. Pero desde ¡a propia sociedad, desde sus sectores más comprometidos, se reivindican nuevas formas de plasmar estos valores.
Sin suficiencia y eficiencia económica, sin control financiero y sin legitimación social el sistema de instituciones de bienestar de nuestro país estaría comprometido, porque ya no es posible sostener una política de protección social a partir únicamente de la capacidad de la regulación normativa estatal -el poder-, sino que su razón de ser debe enmarcarse en las propias exigencias y posibilidades de un estado social moderno bien sostenido por los propios ciudadanos.
Mantener los niveles existentes de protección social puede colisionar con las expectativas de los sectores sociales que soportan el gasto público, con las capas medias de la población.
Son estas capas medias de la población -el primer mundo de las sociedades desarrolladas- quienes, en mayor medida, tienden a adherirse a posiciones políticas conservadoras que prometen reducir las cargas sociales y fiscales, privatizando amplios campos de la provisión y/o cobertura social, para su compra en un mercado ampliado de servicios, reforzando de hecho una cultura insolidaria del sálvese quien pueda, lo que constituye la principal amenaza para el Estado de Bienestar.
El que, desde posiciones solidarias, se analice angustiadamente la profunda perversión de unos valores que se creían sólidamente asentados no aporta valor a la acción política: no pasa de ser un ejercicio académico irrelevante para la marcha de las sociedades.
Hablando en términos muy prácticos, especialmente ante situaciones de crisis, la definición del papel del Estado exige tener en cuenta qué prestaciones públicas son necesarias para no desnaturalizar un servicio ; qué criterios deben emplearse si se hiciera indispensable establecer prioridades; qué recursos sustentan estas políticas y si lo necesario coincide con lo posible; qué formas de cuidados y prestaciones pueden ser consideradas socialmente aceptables en cada momento; cuándo debe comenzar y terminar cada prestación y, sobre todo, quién debe estar comprometido en la toma de decisiones en política social.
Tener preparadas estas hipótesis de trabajo supondrá de hecho salvar el Estado de Bienestar una vez superadas las condiciones económicas desfavorables. No debieran confundirse las medidas que puedan tomarse ante una situación de cierta emergencia económica, con el nuevo rostro que podría darse a esta sociedad desde postulados ideológicos que no son, ciertamente, socialdemócratas. Ese nuevo rostro de nuestra sociedad, lo veríamos configurado si las medidas restrictivas no se tomaran con suficiente fundamento en nuestra realidad y en nuestra cultura, sino como respuesta a la de poderosos sectores bien organizados, tópicos o modas que encubren perfiles ideológicos de largo alcance, y que, en último extremo, tienen poco que ver con la solidaridad, la izquierda y la socialdemocracia.
Existe, también, un dilema ético que debemos afrontar y que determina los planteamientos ante la oferta de prestaciones, la asignación de recursos, su utilización y; además, pone sobre el tapete otras preguntas más pragmáticas y cotidianas, que hoy carecen de una respuesta inequívoca y que podríamos resumir en la siguiente: ¿quién define la eficacia -y por tanto la prioridad- de cada uno de los subsistemas interrelacionados que actúan directa o indirectamente sobre el bienestar social y otras funciones críticas que tienen lugar en el ámbito de lo público?.
La ideología socialista, en cuya tradición histórica destaca la aceptación de la transferencia de derechos individuales al estado, hoy ha de ser mucho más realista; no es posible aplicar esquemas rígidos que no se adaptan a situaciones cambiantes.
Los ciudadanos van exigiendo mayor capacidad de decisión y, además, en sus escalas de valores aparecen nuevas exigencias relacionadas con la calidad de vida. En su relación con los servicios públicos, esta nueva colectividad exige nuevas respuestas más eficientes, de mayor calidad.
Es necesario establecer sistemas de equilibrio efectivo que garanticen que los poderes públicos, en el desarrollo de sus competencias, se orienten a satisfacer las necesidades colectivas y no sus propias exigencias corporativas.
En el ámbito público, la necesidad de establecer un sistema de equilibrios se traduce en la necesidad de rediseñar la planificación paternalista si se pretende realmente que los ciudadanos puedan ejercer un papel de contravalor frente a los políticos y los gestores, que continúan dominando los procesos de toma de decisiones. En esta orientación y según mi criterio, el papel del Estado es insustituible, pero es necesario impulsar una nueva mentalidad política y de gestión pública que persiga el cambio de paradigma, desde el paternalismo a la participación real, desde el ciudadano como objeto, al ciudadano como sujeto. De lo estatal, a lo público como ámbito integrador de todas las dinámicas sociales fundamentadas en los valores socialistas.
Para poder desarrollar esta nueva visión de la sociedad del siglo XXI, es preciso un importante esfuerzo de reflexión y de producción teórica; posiblemente, ésta sea la tarea más urgente si pretendemos que la izquierda europea sea algo más que un mero equilibrio entre el pragmatismo y las señas de identidad históricas.
Posiblemente, los viejos valores del socialismo continúan siendo válidos; es, más bien, la forma en que deben plasmarse en una sociedad que ha cambiado mucho y que cada vez es más compleja lo que exige un gran ejercicio de creatividad y de sensibilidad, porque hoy en día los ciudadanos realizan su propia reflexión -si bien, muy mediatizada por unos medios de comunicación omnipresentes- y experimentan sus propias inquietudes y deseos. 

Como la propia realidad se encarga de recordar con frecuencia, descalificar las nuevas actitudes sociales con etiquetas -nihilismo, hedonismo, materialismo o egoísmo- no es una buena fórmula. El comportamiento humano es un asunto complejo y sin duda contradictorio, pero los viejos y buenos ideales del socialismo democrático son plenamente reconocibles en muchos de los valores que sustentan la actividad de grupos, movimientos y ciudadanos particulares. Es la propia incapacidad de las estructuras partidistas para integrar los nuevos discursos lo que nos impide ver con frecuencia que la parte más comprometida de la sociedad nos pasa por la izquierda.
¿Hasta qué punto es posible integrar estas nuevas sensibilidades sociales en el discurso tradicional de la izquierda? O quizás, sería más correcto el enunciado contrario: ¿hasta qué punto es posible integrar el discurso tradicional de la izquierda en las nuevas sensibilidades sociales?
No es tan sólo un problema de matiz. Sin un sustento social auténtico, sólo existe una izquierda de laboratorio.
Conciliar la integración en las dinámicas sociales con la acción responsable de gobierno en una sociedad mundializada e interdependiente es una contradicción que la izquierda no ha sabido resolver y cuya resolución aún se nos antoja lejana. En todo caso la sensibilidad que nos ha proporcionado nuestra cultura socialdemócrata ha de impedir que el desarrollo de la contradicción llegue hasta los términos de la ruptura.
Complementar una actitud intelectual crítica ante la realidad, con unos comportamientos públicos intachables, en el fondo y en la forma, parece ser la única manera de avanzar recuperando la sintonía con la sociedad. 

La nueva ética de lo público nos compromete a todos, pero muy particularmente a aquéllos en cuyas manos deposita la sociedad recursos colectivos, exigiendo una gestión eficiente que aporte la mayor rentabilidad social a cada euro gastado.
Modernizar las estructuras públicas, orientar los servicios hacia la satisfacción de las exigencias de sus usuarios, hacer política entendida como la toma de decisiones comprometida, transmitir valores esenciales, como la equidad y la justicia, etc., son diferentes facetas de una misma vocación de izquierda. Porque hoy más que nunca es posible afirmar que la eficiencia es un prerrequisito para la ética y que la ética es un prerrequisito para la eficiencia.