El futuro de la izquierda
es un debate sobre puntos de equilibrio, más que sobre modelos antagónicos o
alternativos.
El socialismo, hoy, no
puede representar un modelo terminado de sociedad, sino un proyecto en el que
la cooperación represente una alternativa a la competitividad, como eje básico
del progreso de las sociedades.
La misión histórica del
socialismo no se limita hoy a moderar los excesos del capitalismo y a dotarle
de un rostro humano, sino que el proyecto socialista trata de derrotar
al capitalismo en su propio terreno natural de juego, el mercado, recuperándole
como institución social creadora de riqueza colectiva.
El reconocimiento de que el
mercado no es por definición una estructura económica al servicio del capital,
sino una institución social que regula buena parte de las relaciones económicas
de todos los seres humanos, supuso un punto de ruptura teórico para el
socialismo europeo y para la izquierda en general.
Confundir mercado y
capitalismo es un error teórico y político del que se derivan graves problemas
estratégicos.
El fracaso planificador de
las economías centralizadas, los excesos en la concepción del Estado como
agente económico y el injusto refrendo a un proteccionismo económico, no puede
servir de excusa para renunciar a definir el papel de lo público de
manera explícita, para mantener la vigencia de importantes valores sociales y
para reconocer la necesidad de establecer reglas de juego que permitan un
desarrollo definido en términos sociales y no sólo en términos, económicos.
Las amenazas de deshumanización que se ciernen
sobre nuestras sociedades deberían alentar una reflexión en términos de valores,
no únicamente de valores de izquierdas, sino de valores humanos útiles
y justos. El capitalismo, expresa una concepción puramente instrumental o utilitaria de las personas y
las estructuras sociales, mientras que para el socialismo son las estructuras
económicas, comenzando por el mercado, quienes poseen tal valor utilitario, al
servicio de las necesidades humanas.
Hay serios problemas
prácticos, comenzando por la necesidad que tienen todas las economías
nacionales de resultar competitivas para poder crear riqueza en el volumen
suficiente que haga posible atender todas las necesidades sociales; paradójicamente,
parece que la forma homologada de alcanzar el nivel económico necesario para
este noble objetivo puede exigir como punto de partida una reducción del nivel
de cobertura de las necesidades sociales, de tal suerte que configuraría un
marco de convivencia en la que primaría la insolidaridad, generaría segregación
y permitiría seguir contemplando al fondo de nuestra sociedad, la explotación.
Deberíamos buscar otras formas de alcanzar mejores niveles de capacitación
productiva y competitividad, desde un orden social económico cooperativo. Las
estructuras económicas modernas, incapacitan a las economías nacionales para
adoptar políticas económicas y sociales diferenciales.
Los Estados no pueden permitirse permanecer al
margen de los tratados de libre comercio, aunque su adhesión signifique la
imposición de un determinado papel en la producción e intercambio de productos
y servicios que resulten difíciles para su cultura, sus estructuras sociales y
sus necesidades.
No parece posible renunciar
a la lógica de los ciclos económicos, desengancharse de una forma de hacer
política basada en los indicadores macroeconómicos, estabilizándose en un nivel
de riqueza que, adecuadamente repartido, permitiera satisfacer las necesidades
humanas esenciales de toda la población.
Es dentro de estos
condicionantes donde se sitúa uno de los temas clave para el futuro de la
izquierda: la acción de gobierno de los partidos socialdemócratas.
Siendo indudable que el
ejercicio del poder exige un elevado nivel de pragmatismo, también resulta
indudable que es necesario interrogarse sobre los elementos diferenciadores
entre las políticas que desarrollan los gobiernos progresistas y los
conservadores. La existencia de una sensibilidad social más intensa en las
filas socialdemócratas es evidente.
Pero también es evidente
que las políticas económicas y sociales tienden a homologarse, muy
particularmente las reformas restrictivas, en los sistemas de protección social
y de relaciones laborales. El hecho de que exista una base real de sustentación
de algunas de estas actuaciones legislativas, no debe traducirse en una
renuncia explícita a definir el modelo de sociedad que la izquierda considera
al tiempo necesario y posible. Sin esta definición explícita será difícil
esperar algo más que un mimetismo desordenado difícil de explicar a los
ciudadanos.
En este contexto restrictivo, para aportar
valor real a las propuestas políticas de la izquierda es necesario enfrentar el
futuro desde un posicionamiento activo. En lugar de situarse a la defensiva y
atrincherarse cada vez que parece sonar la artillería neo/ibera!, hay
que demostrar con los hechos que es conciliable una política de protección
social avanzada con la rigurosidad económica y política que los tiempos
presentes parecen demandar.
En esta tarea, no sirven de
mucho los discursos obsoletos, estatalistas a ultranza que simplemente
se niegan a reconocer que el papel del Estado en la economía empieza a
comprenderse mejor en términos de capacitación e incentivación que de control e
intervención.
El hecho de que la sociedad genere formas
organizativas concretas para gestionar los recursos colectivos no puede
llevarnos a pensar que el objetivo básico de la sociedad sea, precisamente, la
defensa dogmática de esas formas de organización, es decir, a confundir los
instrumentos con los fines.
Los cambios sociales tiran
de las instituciones para que se adapten y si éstas no resultan congruentes
con los valores, demandas y necesidades sociales sólo consiguen una creciente
desafección por parte de los ciudadanos.
Creo que esta reflexión es necesaria, porque es evidente la existencia en la izquierda de un cierto fetichismo emotivo que intenta obtener adhesiones viscerales a un mundo de viejas palabras e imágenes que pueden haber perdido hoy buena parte de sus contenidos; una posición en la que son los símbolos lo que más importa, como si el mundo de lo real fuera un artificio y sólo tuviera existencia real el mundo de las ideas. Las posiciones socialistas se suman con frecuencia en una especie de perplejidad paralizante; su discurso es a menudo divagante e impreciso y ello ciertamente no aporta valor ni a la sociedad, ni al propio pensamiento de la izquierda.
Creo que esta reflexión es necesaria, porque es evidente la existencia en la izquierda de un cierto fetichismo emotivo que intenta obtener adhesiones viscerales a un mundo de viejas palabras e imágenes que pueden haber perdido hoy buena parte de sus contenidos; una posición en la que son los símbolos lo que más importa, como si el mundo de lo real fuera un artificio y sólo tuviera existencia real el mundo de las ideas. Las posiciones socialistas se suman con frecuencia en una especie de perplejidad paralizante; su discurso es a menudo divagante e impreciso y ello ciertamente no aporta valor ni a la sociedad, ni al propio pensamiento de la izquierda.
¿Debe girar necesariamente
todo el discurso socialdemócrata en torno al papel del Estado? No, a mi
entender.
Los valores de izquierdas
-la solidaridad, la cooperación, la distribución equitativa de los recursos
sociales, el bienestar entendido como ayuda mutua y protección frente a los
riesgos, la emancipación de las penurias y la incultura para todos los seres
humanos- siguen manteniendo plena vigencia y en este universo el papel del
Estado es esencial. Pero desde ¡a propia sociedad, desde sus sectores más
comprometidos, se reivindican nuevas formas de plasmar estos valores.
Sin suficiencia y
eficiencia económica, sin control financiero y sin legitimación social el
sistema de instituciones de bienestar de nuestro país estaría comprometido,
porque ya no es posible sostener una política de protección social a partir
únicamente de la capacidad de la regulación normativa estatal -el poder-, sino
que su razón de ser debe enmarcarse en las propias exigencias y posibilidades
de un estado social moderno bien sostenido por los propios ciudadanos.
Mantener los niveles
existentes de protección social puede colisionar con las expectativas de los
sectores sociales que soportan el gasto público, con las capas medias de la
población.
Son estas capas medias de
la población -el primer mundo de las sociedades desarrolladas- quienes,
en mayor medida, tienden a adherirse a posiciones políticas conservadoras que
prometen reducir las cargas sociales y fiscales, privatizando amplios campos de la provisión y/o cobertura social, para su
compra en un mercado ampliado de servicios, reforzando de hecho una cultura insolidaria
del sálvese quien pueda, lo que constituye la principal amenaza para el
Estado de Bienestar.
El que, desde posiciones solidarias, se analice angustiadamente la profunda
perversión de unos valores que se creían sólidamente asentados no aporta valor
a la acción política: no pasa de ser un ejercicio académico irrelevante para la
marcha de las sociedades.
Hablando en términos muy
prácticos, especialmente ante situaciones de crisis, la definición del papel
del Estado exige tener en cuenta qué prestaciones públicas son necesarias para
no desnaturalizar un servicio ; qué criterios deben emplearse si se hiciera
indispensable establecer prioridades; qué recursos sustentan estas políticas y
si lo necesario coincide con lo posible; qué formas de cuidados y prestaciones
pueden ser consideradas socialmente aceptables en cada momento; cuándo debe
comenzar y terminar cada prestación y, sobre todo, quién debe estar
comprometido en la toma de decisiones en política social.
Tener preparadas estas
hipótesis de trabajo supondrá de hecho salvar el Estado de Bienestar una vez
superadas las condiciones económicas desfavorables. No debieran confundirse las
medidas que puedan tomarse ante una situación de cierta emergencia económica,
con el nuevo rostro que podría darse a esta sociedad desde postulados
ideológicos que no son, ciertamente, socialdemócratas. Ese nuevo rostro de
nuestra sociedad, lo veríamos configurado si las medidas restrictivas no se
tomaran con suficiente fundamento en nuestra realidad y en nuestra cultura,
sino como respuesta a la de poderosos sectores bien organizados, tópicos o
modas que encubren perfiles ideológicos de largo alcance, y que, en último
extremo, tienen poco que ver con la solidaridad, la izquierda y la
socialdemocracia.
Existe, también, un dilema
ético que debemos afrontar y que determina los planteamientos ante la oferta de
prestaciones, la asignación de recursos, su utilización y; además, pone sobre
el tapete otras preguntas más pragmáticas y cotidianas, que hoy carecen de una respuesta inequívoca y que podríamos resumir
en la siguiente: ¿quién define la eficacia -y por tanto la prioridad- de cada
uno de los subsistemas interrelacionados que actúan directa o indirectamente
sobre el bienestar social y otras funciones críticas que tienen lugar en el
ámbito de lo público?.
La ideología socialista, en
cuya tradición histórica destaca la aceptación de la transferencia de derechos
individuales al estado, hoy ha de ser mucho más realista; no es posible aplicar
esquemas rígidos que no se adaptan a situaciones cambiantes.
Los ciudadanos van
exigiendo mayor capacidad de decisión y, además, en sus escalas de valores
aparecen nuevas exigencias relacionadas con la calidad de vida. En su relación
con los servicios públicos, esta nueva colectividad exige nuevas respuestas más
eficientes, de mayor calidad.
Es necesario establecer
sistemas de equilibrio efectivo que garanticen que los poderes públicos, en el
desarrollo de sus competencias, se orienten a satisfacer las necesidades
colectivas y no sus propias exigencias corporativas.
En el ámbito público, la
necesidad de establecer un sistema de equilibrios se traduce en la necesidad de
rediseñar la planificación paternalista si se pretende realmente que los
ciudadanos puedan ejercer un papel de contravalor frente a los políticos y los
gestores, que continúan dominando los procesos de toma de decisiones. En esta
orientación y según mi criterio, el papel del Estado es insustituible, pero es
necesario impulsar una nueva mentalidad política y de gestión pública que
persiga el cambio de paradigma, desde el paternalismo a la participación real,
desde el ciudadano como objeto, al ciudadano como sujeto. De lo estatal, a
lo público como ámbito integrador de todas las dinámicas sociales
fundamentadas en los valores socialistas.
Para poder desarrollar esta
nueva visión de la sociedad del siglo XXI, es preciso un importante esfuerzo de
reflexión y de producción teórica; posiblemente, ésta sea la tarea más urgente
si pretendemos que la izquierda europea sea algo más que un mero equilibrio
entre el pragmatismo y las señas de identidad históricas.
Posiblemente, los viejos
valores del socialismo continúan siendo válidos; es, más bien, la forma en que
deben plasmarse en una sociedad que ha cambiado mucho y que cada vez es más
compleja lo que exige un gran ejercicio de creatividad y de sensibilidad,
porque hoy en día los ciudadanos realizan su propia reflexión -si bien, muy
mediatizada por unos medios de comunicación omnipresentes- y experimentan sus
propias inquietudes y deseos.
Como la propia realidad se encarga de recordar con frecuencia, descalificar las nuevas actitudes sociales con etiquetas -nihilismo, hedonismo, materialismo o egoísmo- no es una buena fórmula. El comportamiento humano es un asunto complejo y sin duda contradictorio, pero los viejos y buenos ideales del socialismo democrático son plenamente reconocibles en muchos de los valores que sustentan la actividad de grupos, movimientos y ciudadanos particulares. Es la propia incapacidad de las estructuras partidistas para integrar los nuevos discursos lo que nos impide ver con frecuencia que la parte más comprometida de la sociedad nos pasa por la izquierda.
Como la propia realidad se encarga de recordar con frecuencia, descalificar las nuevas actitudes sociales con etiquetas -nihilismo, hedonismo, materialismo o egoísmo- no es una buena fórmula. El comportamiento humano es un asunto complejo y sin duda contradictorio, pero los viejos y buenos ideales del socialismo democrático son plenamente reconocibles en muchos de los valores que sustentan la actividad de grupos, movimientos y ciudadanos particulares. Es la propia incapacidad de las estructuras partidistas para integrar los nuevos discursos lo que nos impide ver con frecuencia que la parte más comprometida de la sociedad nos pasa por la izquierda.
¿Hasta qué punto es posible
integrar estas nuevas sensibilidades sociales en el discurso tradicional de la
izquierda? O quizás, sería más correcto el enunciado contrario: ¿hasta qué
punto es posible integrar el discurso tradicional de la izquierda en las nuevas
sensibilidades sociales?
No es tan sólo un problema
de matiz. Sin un sustento social auténtico, sólo existe una izquierda de
laboratorio.
Conciliar la integración en
las dinámicas sociales con la acción responsable de gobierno en una sociedad
mundializada e interdependiente es una contradicción que la izquierda no ha
sabido resolver y cuya resolución aún se nos antoja lejana. En todo caso la
sensibilidad que nos ha proporcionado nuestra cultura socialdemócrata ha de
impedir que el desarrollo de la contradicción llegue hasta los términos de la
ruptura.
Complementar una actitud
intelectual crítica ante la realidad, con unos comportamientos públicos
intachables, en el fondo y en la forma, parece ser la única manera de avanzar
recuperando la sintonía con la sociedad.
La nueva ética de lo público nos compromete a todos, pero muy particularmente a aquéllos en cuyas manos deposita la sociedad recursos colectivos, exigiendo una gestión eficiente que aporte la mayor rentabilidad social a cada euro gastado.
Modernizar las estructuras
públicas, orientar los servicios hacia la satisfacción de las exigencias de sus
usuarios, hacer política entendida como la toma de decisiones comprometida,
transmitir valores esenciales, como la equidad y la justicia, etc., son
diferentes facetas de una misma vocación de izquierda. Porque hoy más que nunca
es posible afirmar que la eficiencia es un prerrequisito para la ética y que la
ética es un prerrequisito para la eficiencia.
La nueva ética de lo público nos compromete a todos, pero muy particularmente a aquéllos en cuyas manos deposita la sociedad recursos colectivos, exigiendo una gestión eficiente que aporte la mayor rentabilidad social a cada euro gastado.