martes, 4 de junio de 2013

ÉTICA Y POLÍTICA


Aunque es conveniente distanciarse para analizar con frialdad el escándalo de la corrupción, el discurso sobre ética y política difícilmente puede encontrar un marco más propicio que el actual.
Las reflexiones que nos inspiran los sucesos que hoy conmueven al conjunto de la sociedad, tienen que ser, un motivo para preguntarnos si las prácticas colectivas responden adecuadamente a los valores, a las propuestas y, en definitiva, a nuestra forma de entender la sociedad y a nuestro modelo de acción política.
Cuando hoy hablamos de corrupción nos referimos preferentemente a los escándalos políticos que apuntan a la incoherencia personal de quienes no se someten a las normas generales, consiguiendo un enriquecimiento económico ilícito. Quien roba utilizando su ubicación o su trabajo en las instituciones del Estado, debe ser considerado un delincuente, sin otras connotaciones, y debe ser perseguido por las fuerzas de seguridad hasta ponerlo a disposición de la judicatura.
En otro plano, pero en este ámbito hay que señalar a la incoherencia personal que no es sólo una inmoralidad sino un atentado al sentir  democrático, en cuanto que al visualizarse a través de personajes, que han tenido responsabilidades públicas, inducen al escándalo y a la decepción para el conjunto de la ciudadanía; pero muy específica y dolorosamente para aquellos que situaban a dichos incoherentes como sus puntos de referencia democráticos.
De lo dicho se desprende que el problema de la corrupción política habrá de atacarse en el marco del Estado de Derecho desde un triple frente: desde la intensificación del ideal democrático, desde la recuperación de las motivaciones éticas o virtudes políticas, y desde el desarrollo de una legislación que grave rigurosamente las iniciativas tramposas.


Aunque es conveniente distanciarse para analizar con frialdad el escándalo de la corrupción, hemos de poner en primer plano el futuro democrático de España, y por ello quiero referirme a las raíces sobre las que han de asentarse los comportamientos individuales e institucionales que hagan posible una convivencia normalizada.

Por tanto, pese a quienes puedan pensar lo contrario, el discurso sobre ética y política difícilmente puede encontrar un marco más propicio que el actual; las condiciones para sostener un debate permanente sobre los valores morales que sustentan la acción política son, tan dramáticas, como excelentes.

Ello exige un difícil esfuerzo para ser capaces de mirar hacia el futuro sin perder de vista los tiempos presentes, y viceversa. Las reflexiones que nos inspiran los sucesos que hoy conmueven al conjunto de la sociedad, pueden ser o, mejor, tienen que ser, un motivo para preguntarnos si las prácticas colectivas responden adecuadamente a los valores, a las propuestas y, en definitiva, a nuestra forma de entender la sociedad y a nuestro modelo de acción política.

Tenemos que avanzar en la búsqueda de una salida que la sociedad está exigiendo y que, en ningún caso puede confundirse con la articulación de un conjunto de tácticas dilatorias, juridicistas o retóricas que, en el mejor de los casos, resultarán obsoletas frente a lo abrupto de la realidad.

Ningún proyecto político puede renunciar a su dimensión ética. La ética, como elemento primordial del sistema de relaciones sociales, sirve para establecer las reglas del juego, mucho más allá de las posibilidades reglamentarias o jurídicas que ofrecen los Diarios Oficiales.


 Sin un adecuado cemento ético, es imposible esperar que los comportamientos particulares acepten que es necesario mantener un nivel mínimo de cohesión social, para que el progreso económico se transforme en progreso social, es decir, en una mejora de los niveles de civilización que caracterizan a un  modelo de sociedad acorde con los tiempos que vivimos.

Cuando hoy planteamos la relación entre ética y política tenemos que tener en cuenta la complejidad del término ética. Ahí se esconden dos grandes significados: uno el que se insinúa bajo el término “ética” y otro bajo el término de “moral”.

En sus orígenes hablar de ética era lo mismo que hablar de política. “Ética” eran las reglas y costumbres de la “polis”. El hombre de la polis, el ciudadano era aquél que hacía suyas las reglas de la ciudad; las hacía suyas en el sentido de que contribuía a hacerlas y también a ellas se sometía.

De lo dicho se desprende que el ideal ético en política consistiría en pensar una sociedad en la que todos los ciudadanos fueran a la vez legisladores y súbditos: que todos se implicaran en las reglas de juego y todos las respetaran. Eso es exactamente la democracia como ideal. Por eso ahora el buen ciudadano es el demócrata.

Si tuviéramos que hablar en este contexto de “corrupción” o “inmoralidad” política habría entonces que pensar en todo aquello que dificultara la participación de los ciudadanos, la transparencia de las decisiones o el monopolio del poder. La inmoralidad por antonomasia es la dictadura.

Y, sin embargo, cuando hoy hablamos de corrupción nos referimos preferentemente a los escándalos políticos que apuntan a la incoherencia personal de quien trabajando en las instituciones que forman el edificio institucional no se someten personalmente a las normas generales.

También se entiende por “corrupción política”, el enriquecimiento económico ilícito. Quien roba utilizando su ubicación o su trabajo en las instituciones del Estado, debe ser considerado un delincuente, sin otras connotaciones, y debe ser perseguido por las fuerzas de seguridad hasta ponerlo a disposición de la judicatura.

Simplemente delincuentes, que parasitan los distintos ámbitos de la política y la utilizan como coartada para su inclinación natural, adquirida o congénita, que es robar.

Explicar la sorprendente existencia de tantas incoherencias personales es asunto harto complejo. Tal vez exista, una preferencia generalizada en toda la sociedad por la eficacia sobre cualquier otra consideración. Lo que cuenta, se dice, son los resultados. De ahí a conseguirlos a cualquier precio sólo hay un paso. Si se da ese paso se debilita el ideal  democrático que es eminentemente procedimental.

 La incoherencia personal no es sólo una inmoralidad sino un atentado al sentir  democrático, en cuanto que al visualizarse a través de personajes, que han tenido responsabilidades públicas, inducen al escándalo y a la decepción para el conjunto de la ciudadanía; pero muy específica y dolorosamente para aquellos que situaban a dichos incoherentes como sus puntos de referencia democráticos.

A este respecto, la ética no es algo cuyo equilibrio interno venga dado en los manuales sino que hoy es un problema de racionalidad y no sólo de sensibilidad.

La sociedad no tiene como objetivo producir ética, sino que se sirve de ella, para establecer reglas del juego que orienten a los actores de la vida social. Posiblemente, nuestro drama de hoy es que está instalandose entre sectores sociales cada vez más amplios, la sensación de que las reglas del juego han perdido su vigencia, que cada uno debe guiarse por la lógica de la utilidad individual. Frente a este deterioro de valores, sin los cuales no puede hablarse de sociedades avanzadas, el sentido del deber y de la transcendencia social de las ideas individuales exige la decisión necesaria para dejar los intereses personales un tanto al margen.

Este ejercicio de proporcionalidad debe incluir tanto los intereses colectivos, como los individuales y quienes no lo entiendan así, están negando la viabilidad de la política democrática y, en mi opinión están colaborando con formas de pensar  o ideologías cuya plasmación en el ejercicio del poder puede ser devastador para los ideales de justicia social, de lucha contra las desigualdades y de desarrollo de políticas económicas y sociales solidarias. Este es el verdadero desafío que, desde la ética, hoy debe guiar nuestra política inmediata.

De lo dicho se desprende que el problema de la inmoralidad o corrupción política habrá de atacarse en el marco del Estado de Derecho desde un triple frente: desde la intensificación del ideal democrático, desde la recuperación de las motivaciones éticas o virtudes políticas, y desde el desarrollo de una legislación que grave rigurosamente las iniciativas tramposas.

El ejercicio del poder, también, es un ejercicio de proporcionalidad en la toma de decisiones. La lógica del resultado inmediato es necesaria porque los ciudadanos no pueden visualizar la acción de gobierno a partir de simples apuestas de futuro. La ética tiene más que ver con la proporcionalidad entre los objetivos y las acciones para conseguirlos, que con la priorización de los objetivos, claramente vinculados al ámbito de la acción política pura.

Es más, pudiera negarse la posibilidad de hacer compatible el realismo político, con la moralidad; pero no existe mayor moralidad que la de orientar la acción política hacia bienes tangibles, que tiendan a eliminar los dramas sociales y a mejorar la vida de los ciudadanos. En este esfuerzo, la ética, más que como guía, actúa como factor astringente de los medios empleables para alcanzar este  conjunto de objetivos, una especie de sensor que nos avisa -si tenemos atentos los sentidos- de cuándo hemos perdido el sentido de proporcionalidad.

La ética de lo público  nos compromete a todos, pero muy particularmente a aquellos en cuyas manos deposita la sociedad recursos colectivos, exigiendo una gestión eficiente que aporte la mayor rentabilidad social a cada euro gastado.

Modernizar las estructuras públicas, orientar los servicios hacia la satisfacción de las necesidades de los usuarios, hacer política entendida como la toma de decisiones comprometidas, transmitir valores esenciales como la equidad y la justicia, son diferentes facetas de una misma vocación de progreso. Porque hoy, más que nunca, es posible afirmar que la eficiencia económica y social es un prerrequisito para la ética y que la ética es un prerrequisito para la eficiencia.


1 comentario:

  1. Valiente artículo el que acabo de leer del Dr. Pedro Sabando, excelente médico y profundo humanista. Estas dos cualidades permiten comprender que sea capaz de abordar hoy, (con la que está cayendo) un artículo de Política desde un prisma ético. Añádase otra verdad incuestionable: ha tenido altas responsabilidades políticas en las que demostró siempre una acrisolada rectitud ética. "Quien lo probó, lo sabe", según dice Lope de Vega.
    Gracias Pedro por este artículo valiente, ponderado y pertinente. Los que te admiramos y queremos, precisamente por ello, te recordamos que Cervantes decía que Monipodio (jefe de la banda), exigía a Rinconete y Cortadillo ser expertos en el "trinque" para entrar en su cofradía (España). Por lo cual a muchos siempre nos toca estar fuera. Como diría el alcalaíno: "con su pan se lo coman".

    Carmen Villar. Catedrático de Lengua y Literatura

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