Este año celebramos el trigésimo
aniversario de la Ley General de Sanidad que aportó las bases para la
construcción de un sistema sanitario.
Aunque muy someramente,
he de revisar acontecimientos sanitarios producidos durante la dictadura y en
los posteriores gobiernos de UCD, para ofrecer un marco político sanitario que
haga comprensible la necesidad entonces de una Ley General de Sanidad.
En diciembre de 1974 se
constituyó la Comisión Interministerial para la reforma sanitaria, que tras un
año de trabajo elaboró un documento cuyas propuestas de solución eran una buena
expresión de las carencias de lo que había sido la asistencia sanitaria durante
la dictadura. Dicho informe nunca llegó a ser operativo; pero muchas de las
necesidades no resueltas encontraron salida en nuestra Ley General de Sanidad.
Durante cinco años, cinco
ministros de Sanidad de UCD elaboraron las primeras reformas sobre la sanidad
heredada del periodo franquista. Promovieron la atención primaria, iniciaron la
legislación de la formación de especialistas, y configuraron la estructura para
el avance de la investigación biomédica. En los tres logros tuvo especial
importancia Segovia de Arana. También crearon el instituto Nacional de Salud e
hicieron las primeras transferencias sanitarias a Cataluña y al País Vasco,
entre otras cosas; pero no quisieron afrontar la redacción de una ley de
sanidad que diera cumplimiento a los artículos 43 y 49 de la Constitución
Española.
Los gobiernos de UCD
también intentaron profundizar en la reforma sanitaria en otras dos ocasiones.
La primera en 1978 como respuesta a una PNL del grupo Comunista dando lugar al
documento que tras su discusión durante el año siguiente, produjo en 1980 la
llamada “Resolución para la Reforma Sanitaria”. Se conocería comúnmente con el nombre del
Secretario de Estado Segovia de Arana que establecía entre otras cosas un
periodo de 8 años para la formulación de la Ley; pero el Ministro Rovira zanjó
el debate con un rotundo: “No a un Sistema Nacional de Salud”.
De esta situación se
desprendía que el Gobierno se mostraba partidario de la provisión privada de
los servicios sanitarios, retrotrayendo el debate 36 años, a la Ley de bases de la Sanidad Nacional de
1944 (Blas Pérez), y sin tener en cuenta
la red de Hospitales y ambulatorios de la Seguridad Social que se habían
construido durante el régimen anterior.
De hecho este escenario
venía a repetir el conflicto nunca aclarado entre Girón de Velasco que en 1942 crea
la Seguridad Social y Blas Pérez con su Ley en 1944.
Por otra parte, el
pensamiento sanitario de izquierdas se fue desarrollando en España en sintonía
con los movimientos democráticos transversales contrarios a la dictadura y con
un amplio espectro de participantes: estudiantes, trabajadores de la sanidad, médicos internos
y residentes, médicos jóvenes, militantes de partidos y sindicatos clandestinos
así como varios dirigentes de algunos hospitales. Todos estos sectores
mostraban un denominador común. Estaban persuadidos de que sobre la base de la
herencia recibida debía articularse un sistema sanitario público de cobertura
universal y financiación por impuestos que debería completar y complementar la estructura
existente en el horizonte de un Servicio Nacional de Salud, de clara
inspiración británica.
Este proyecto sanitario es
el que se formulaba en el programa electoral del PSOE a las elecciones de 1982.
Poco tiempo después de
ser propuesto como ministro de Sanidad, Ernest Lluch me honró para proponerme
formar parte de su equipo. Al preguntarme acerca de mis proyectos de trabajo,
la respuesta fue sencilla: mi ilusión era hacer una ley básica de sanidad, emprender
la reforma de la atención primaria y hacer la reforma hospitalaria. Ernest me
respondió que ese trabajo era propio de una secretaría de estado y creía que no
le asignaban ninguna; pocos minutos después me lo confirmó. Así pues, su
propuesta suponía aceptar la subsecretaría, y yo lo hice con mucha ilusión.
Desde el mismo mes de
diciembre de 1982, comenzamos el ministro y yo, con el programa electoral en la
mano, a reflexionar sobre los grandes temas que creíamos que deberían abordarse
en la Ley de Sanidad, a saber: la universalización del derecho a la salud, el
servicio nacional de salud desde la perspectiva constitucional; la delimitación
de las competencias, el personal sanitario, la financiación y las relaciones
entre el sector público y el privado. Estos eran los temas dominantes sobre los
que me permito introducir algún matiz extraído de las notas de aquellos días.
Ernest, gran conocedor
técnico y político de la realidad autonómica, era muy riguroso con la necesidad
de ajustarnos con mucha precisión al hecho autonómico que se desprendía de la
Constitución. Yo, peor conocedor de la realidad constitucional, proponía una
ley básica.
Respecto al capítulo de
la financiación, en el que inmediatamente profundizó E. Lluch desde sus
conocimientos de economista, sufrimos desde el principio el cuestionamiento
global de un sector del área económica del Gobierno que, pese a desconocer
nuestro pensamiento, nos juzgó con sólo saber que estábamos trabajando en una
reforma seria con Ley incluida.
El problema se centraba
en saber si la reforma sanitaria, su gratuidad y la extensión de las
prestaciones sanitarias a toda la población, suponían un aumento desmesurado de
los costes a añadir a la ya elevada cuota del PIB consumida en asistencia
sanitaria, tal como lo entendíamos entonces.
No obstante, ante el aumento
del coste que podía suponer la reforma sanitaria basada en un servicio nacional
de salud, se podía pensar en elegir dos caminos: la aplicación de “correctivos”
a la financiación de un modelo basado en el SNS (para que no se disparara el
gasto, y garantizando siempre la buena marcha del sistema), o la elección de
otro modelo, como el francés, basado en la “libre elección de médico” absoluta
y en el “pago por acto médico”.
Los estudios económicos
comparados del momento, demostraban que en países con un modelo basado en un
servicio nacional de salud (Inglaterra e Italia) el coste sanitario estaba
alrededor del 6% del PIB, mientras que en otros con modelos basados en el pago
por acto médico y libre elección absoluta del médico (Francia, Alemania) el costo
alcanzaba alrededor del 8% del PIB.
Las reuniones para
reflexionar en torno a la situación sanitaria, nuestras propuestas y las del
programa electoral, fueron muy intensas en los días de Bravo Murillo y en el
primer mes ya en el Ministerio hasta comienzos de febrero de 1983, que se
produce un parón de siete meses cuando, la crisis económica mostró su rostro.
La intensa crisis
económica, especialmente severa en España, obligó al Gobierno a contemplar la
disyuntiva entre una LGS que diese rápida respuesta a los deseos del mundo sanitario más próximo
o atender la reordenación de todo el tejido industrial y productivo, salvar
empresas susceptibles de quiebra, etc.
Se optó lógicamente por
enlentecer el trámite de la LGS y ahí comenzaron los problemas, también entre
los propios miembros del equipo ministerial
por un defecto de análisis y explicación. Los sanitarios, tal vez,
entendíamos que éramos el centro del universo.
Entre tanto el primer gobierno
de izquierdas de la democracia del 78 sufría la tensión en su gabinete que
valoraba con preocupación la agitación y el descontento en la sociedad.
Al cabo de 8 meses, tras
la formalización de la Comisión redactora de la Ley y conocidos los primeros
borradores del Anteproyecto arreciaron las críticas y descalificaciones por
parte de Alianza Popular, que anunciaba la derogación de la Ley si accedía al
Gobierno, por el Consejo General de Colegios de Médicos y por los sindicatos
médicos desarrollando una campaña muy agresiva tanto contra las reformas
iniciadas como frente a esos primeros borradores de la LGS.
Desde el Consejo General
de Colegios Médicos liderados por su presidente, se promovió la llamada
“Operación primavera” diseñada por un
conocido sociólogo para conseguir modificar no sólo el texto sino la orientación
de la LGS a través de la presión social ejercida sobre los usuarios por los agentes
fundamentales del sistema sanitario: médicos, enfermería y farmacéuticos. Este intento fue denunciado
por el sindicato médico y las cosas no pasaron a mayores. De este asunto
tuvimos conocimiento en sus inicios; pero fue especialmente desagradable por el
alcance de las intenciones expresadas en los documentos que nos llegaban.
Era una forma “minor” de
sedición.
También influyeron en el
devenir de la Ley: la tensión que se produjo entre el propio Ministerio de
Sanidad y el Grupo Federal de Salud del PSOE; la dimisión de algunos miembros
de la Comisión Redactora; el debate y las discrepancias con CC.OO, UGT, CEMS,
FADSP, la propia OMC, el acoso del PC al Ministro, así como el peso que
tuvieron las peculiaridades e intereses de la sanidad catalana y vasca, en el
consenso para el texto definitivo, porque ya habían recibido las transferencias
y comenzado a implantar sus modelos.
He señalado el ambiente
político y los principales condicionantes que establecieron el escenario en que
se redactó una ley que dibujaba un sistema sanitario universal, gratuito, y
financiado por impuestos que permitiese a los españoles ejercer el derecho a la
salud contemplado en los artículos 43 y 49. Sistema Sanitario Público que ha
demostrado una gran eficacia, cuyo alcance y efectos sólo ha sido percibido por
nuestra ciudadanía desde hace unos pocos años.
El modelo sanitario, desarrollado
por la Ley General de Sanidad estaba sustancialmente incluido en el programa
electoral del PSOE para las elecciones de 1982, y era muy semejante al de los
servicios nacionales de Salud de Reino Unido, Canadá o los desarrollados en los
países escandinavos, si bien con un marcado énfasis en Epidemiología, Salud Pública, Prevención de la enfermedad y
Atención Primaria de Salud alineándose con la declaración de la OMS de 1978
tras la reunión de Alma-Alta.
Para finalizar unas
consideraciones sobre la denominación de “Sistema y no Servicio Nacional de
Salud” que es la consecuencia de un gran debate, que pervive acerca de la
organización del Sistema Sanitario.
El desacuerdo de Cataluña
y Euskadi, con una ley básica haciendo valer las competencias que en esta
materia le otorgaban la CE y los Estatutos de Autonomía, supuso la
imposibilidad de crear una organización de la Sanidad bajo el concepto de
Servicio Nacional de Salud. El término Sistema
hacía posible la diversidad organizativa en las diferentes CC.AA, con reserva de competencias exclusivas
para el Estado, se creaba un órgano de teórica coordinación llamado Consejo
Interterritorial del SNS y sólo se contemplaban como básicos unos pocos
artículos.
Pero, la complejidad de las
necesarias conversaciones y/o negociaciones obligaba a introducir acuerdos y
ajustes que hicieron necesarios 19 borradores, 35 meses de trabajo, mucha
negociación así como la intervención directa del Presidente del Gobierno
apoyando al Ministro Lluch para vencer las resistencias de los Ministerios de
Economía y Hacienda y Trabajo, el día 26 de marzo de 1985, en reunión conjunta
con los tres ministros.
Después, restaba un año
de trámite parlamentario. La paciencia, el coraje y la determinación de E.
Lluch hicieron posible que la Ley saliera adelante.
Diez años después de la
aprobación de la Ley General de Sanidad, el PP accede al Gobierno y el ministro
Romay no la deroga como habían anunciado desde Alianza Popular en 1983,84,85,86
sino que el pleno del Congreso de los Diputados el 18 de diciembre de 1997
aprobó el dictamen para “avanzar en la consolidación del Sistema Nacional de
Salud mediante el estudio de las medidas necesarias para garantizar un marco
financiero estable y modernizar el sistema sanitario manteniendo los principios
de universalidad y equidad en el acceso”.
La aprobación de este
dictamen, que se conoció como Comisión Romay tuvo gran importancia y supuso políticamente
la aceptación por el Partido Popular del modelo que se desprende de la Ley
General de Sanidad de 1986, así como una coincidencia de fondo con las
políticas llevadas a cabo en los once años anteriores por gobiernos de otro
signo político, con lo que viene a despejarse definitivamente la posibilidad de
que la alternancia en la gobernación de socialistas y conservadores conllevara
modificaciones sustanciales o de modelo en el Sistema Sanitario, es pues un dictamen que determina la consolidación
del Sistema.
Pero la falta de
conocimiento y del significado de los acontecimientos determinó que el acuerdo
no fuera unánime, tampoco lo fue la aprobación de la LGS.
La sanidad española
actual, tiene muchos problemas distintos a los de 1982 pero numerosos y creo
que necesita una Ley General de Sanidad del siglo XXI. Por eso, si hoy
estuviera aquí Ernest Lluch podríamos tener un debate maravilloso porque muchos
de los conceptos objetos del mismo son bien actuales y al cabo de 30 años, la
vida, la sociedad y la propia sanidad nos han enseñado mucho. Unos asesinos lo
impidieron cobardemente el 21 de noviembre de 2000.
Tuve el privilegio de
mantener con Ernest una larga conversación cuando era rector de la
Universidad Menéndez Pelayo con motivo
de la inauguración en Portugalete de la Agrupación Socialista que lleva el
nombre de Carmen García Bloise. Fue toda una mañana, evidentemente teníamos
mucho deseo de hablar.
Fue nuestra despedida y
la conservo viva en mi memoria con especial cariño. Ramón Jáuregui, testigo de
nuestra charla, bromeaba: “Lleváis toda la mañana, conspiráis o es cosa
sanitaria”.