miércoles, 20 de abril de 2016

30º ANIVERSARIO DE LA LEY GENERAL DE SANIDAD


Este año celebramos el trigésimo aniversario de la Ley General de Sanidad que aportó las bases para la construcción de un sistema sanitario.

Aunque muy someramente, he de revisar acontecimientos sanitarios producidos durante la dictadura y en los posteriores gobiernos de UCD, para ofrecer un marco político sanitario que haga comprensible la necesidad entonces de una  Ley General de Sanidad.

En diciembre de 1974 se constituyó la Comisión Interministerial para la reforma sanitaria, que tras un año de trabajo elaboró un documento cuyas propuestas de solución eran una buena expresión de las carencias de lo que había sido la asistencia sanitaria durante la dictadura. Dicho informe nunca llegó a ser operativo; pero muchas de las necesidades no resueltas encontraron salida en nuestra Ley General de Sanidad.

Durante cinco años, cinco ministros de Sanidad de UCD elaboraron las primeras reformas sobre la sanidad heredada del periodo franquista. Promovieron la atención primaria, iniciaron la legislación de la formación de especialistas, y configuraron la estructura para el avance de la investigación biomédica. En los tres logros tuvo especial importancia Segovia de Arana. También crearon el instituto Nacional de Salud e hicieron las primeras transferencias sanitarias a Cataluña y al País Vasco, entre otras cosas; pero no quisieron afrontar la redacción de una ley de sanidad que diera cumplimiento a los artículos 43 y 49 de la Constitución Española.

Los gobiernos de UCD también intentaron profundizar en la reforma sanitaria en otras dos ocasiones. La primera en 1978 como respuesta a una PNL del grupo Comunista dando lugar al documento que tras su discusión durante el año siguiente, produjo en 1980 la llamada “Resolución para la Reforma Sanitaria”.  Se conocería comúnmente con el nombre del Secretario de Estado Segovia de Arana que establecía entre otras cosas un periodo de 8 años para la formulación de la Ley; pero el Ministro Rovira zanjó el debate con un rotundo: “No a un Sistema Nacional de Salud”.

De esta situación se desprendía que el Gobierno se mostraba partidario de la provisión privada de los servicios sanitarios, retrotrayendo el debate 36 años,  a la Ley de bases de la Sanidad Nacional de 1944 (Blas Pérez), y sin tener en cuenta  la red de Hospitales y ambulatorios de la Seguridad Social que se habían construido durante  el régimen anterior.

De hecho este escenario venía a repetir el conflicto nunca aclarado entre Girón de Velasco que en 1942 crea la Seguridad Social y Blas Pérez con su Ley en 1944.

Por otra parte, el pensamiento sanitario de izquierdas se fue desarrollando en España en sintonía con los movimientos democráticos transversales contrarios a la dictadura y con un amplio espectro de participantes: estudiantes,  trabajadores de la sanidad, médicos internos y residentes, médicos jóvenes, militantes de partidos y sindicatos clandestinos así como varios dirigentes de algunos hospitales. Todos estos sectores mostraban un denominador común. Estaban persuadidos de que sobre la base de la herencia recibida debía articularse un sistema sanitario público de cobertura universal y financiación por impuestos que debería completar y complementar la estructura existente en el horizonte de un Servicio Nacional de Salud, de clara inspiración británica.

Este proyecto sanitario es el que se formulaba en el programa electoral del PSOE a las elecciones de 1982.

Poco tiempo después de ser propuesto como ministro de Sanidad, Ernest Lluch me honró para proponerme formar parte de su equipo. Al preguntarme acerca de mis proyectos de trabajo, la respuesta fue sencilla: mi ilusión era hacer una ley básica de sanidad, emprender la reforma de la atención primaria y hacer la reforma hospitalaria. Ernest me respondió que ese trabajo era propio de una secretaría de estado y creía que no le asignaban ninguna; pocos minutos después me lo confirmó. Así pues, su propuesta suponía aceptar la subsecretaría, y yo lo hice con mucha ilusión.

Desde el mismo mes de diciembre de 1982, comenzamos el ministro y yo, con el programa electoral en la mano, a reflexionar sobre los grandes temas que creíamos que deberían abordarse en la Ley de Sanidad, a saber: la universalización del derecho a la salud, el servicio nacional de salud desde la perspectiva constitucional; la delimitación de las competencias, el personal sanitario, la financiación y las relaciones entre el sector público y el privado. Estos eran los temas dominantes sobre los que me permito introducir algún matiz extraído de las notas de aquellos días.

Ernest, gran conocedor técnico y político de la realidad autonómica, era muy riguroso con la necesidad de ajustarnos con mucha precisión al hecho autonómico que se desprendía de la Constitución. Yo, peor conocedor de la realidad constitucional, proponía una ley básica.

Respecto al capítulo de la financiación, en el que inmediatamente profundizó E. Lluch desde sus conocimientos de economista, sufrimos desde el principio el cuestionamiento global de un sector del área económica del Gobierno que, pese a desconocer nuestro pensamiento, nos juzgó con sólo saber que estábamos trabajando en una reforma seria con Ley incluida.

El problema se centraba en saber si la reforma sanitaria, su gratuidad y la extensión de las prestaciones sanitarias a toda la población, suponían un aumento desmesurado de los costes a añadir a la ya elevada cuota del PIB consumida en asistencia sanitaria, tal como lo entendíamos entonces.

No obstante, ante el aumento del coste que podía suponer la reforma sanitaria basada en un servicio nacional de salud, se podía pensar en elegir dos caminos: la aplicación de “correctivos” a la financiación de un modelo basado en el SNS (para que no se disparara el gasto, y garantizando siempre la buena marcha del sistema), o la elección de otro modelo, como el francés, basado en la “libre elección de médico” absoluta y en el “pago por acto médico”.

Los estudios económicos comparados del momento, demostraban que en países con un modelo basado en un servicio nacional de salud (Inglaterra e Italia) el coste sanitario estaba alrededor del 6% del PIB, mientras que en otros con modelos basados en el pago por acto médico y libre elección absoluta del médico (Francia, Alemania) el costo alcanzaba alrededor del 8% del PIB.

Las reuniones para reflexionar en torno a la situación sanitaria, nuestras propuestas y las del programa electoral, fueron muy intensas en los días de Bravo Murillo y en el primer mes ya en el Ministerio hasta comienzos de febrero de 1983, que se produce un parón de siete meses cuando, la crisis económica mostró su rostro.

La intensa crisis económica, especialmente severa en España, obligó al Gobierno a contemplar la disyuntiva entre una LGS que diese rápida respuesta  a los deseos del mundo sanitario más próximo o atender la reordenación de todo el tejido industrial y productivo, salvar empresas susceptibles de quiebra, etc.

Se optó lógicamente por enlentecer el trámite de la LGS y ahí comenzaron los problemas, también entre los propios miembros del equipo ministerial  por un defecto de análisis y explicación. Los sanitarios, tal vez, entendíamos que éramos el centro del universo.

Entre tanto el primer gobierno de izquierdas de la democracia del 78 sufría la tensión en su gabinete que valoraba con preocupación la agitación y el descontento en la sociedad.

Al cabo de 8 meses, tras la formalización de la Comisión redactora de la Ley y conocidos los primeros borradores del Anteproyecto arreciaron las críticas y descalificaciones por parte de Alianza Popular, que anunciaba la derogación de la Ley si accedía al Gobierno, por el Consejo General de Colegios de Médicos y por los sindicatos médicos desarrollando una campaña muy agresiva tanto contra las reformas iniciadas como frente a esos primeros borradores de la LGS.

Desde el Consejo General de Colegios Médicos liderados por su presidente, se promovió la llamada “Operación primavera” diseñada por  un conocido sociólogo para conseguir modificar no sólo el texto sino la orientación de la LGS a través de la presión social ejercida sobre los usuarios por los agentes fundamentales del sistema sanitario: médicos, enfermería y  farmacéuticos. Este intento fue denunciado por el sindicato médico y las cosas no pasaron a mayores. De este asunto tuvimos conocimiento en sus inicios; pero fue especialmente desagradable por el alcance de las intenciones expresadas en los documentos que nos llegaban.

Era una forma “minor” de sedición.

También influyeron en el devenir de la Ley: la tensión que se produjo entre el propio Ministerio de Sanidad y el Grupo Federal de Salud del PSOE; la dimisión de algunos miembros de la Comisión Redactora; el debate y las discrepancias con CC.OO, UGT, CEMS, FADSP, la propia OMC, el acoso del PC al Ministro, así como el peso que tuvieron las peculiaridades e intereses de la sanidad catalana y vasca, en el consenso para el texto definitivo, porque ya habían recibido las transferencias y comenzado a implantar sus modelos.

He señalado el ambiente político y los principales condicionantes que establecieron el escenario en que se redactó una ley que dibujaba un sistema sanitario universal, gratuito, y financiado por impuestos que permitiese a los españoles ejercer el derecho a la salud contemplado en los artículos 43 y 49. Sistema Sanitario Público que ha demostrado una gran eficacia, cuyo alcance y efectos sólo ha sido percibido por nuestra ciudadanía desde hace unos pocos años.

El modelo sanitario, desarrollado por la Ley General de Sanidad estaba sustancialmente incluido en el programa electoral del PSOE para las elecciones de 1982, y era muy semejante al de los servicios nacionales de Salud de Reino Unido, Canadá o los desarrollados en los países escandinavos, si bien con un marcado énfasis en Epidemiología,  Salud Pública, Prevención de la enfermedad y Atención Primaria de Salud alineándose con la declaración de la OMS de 1978 tras la reunión de Alma-Alta.

Para finalizar unas consideraciones sobre la denominación de “Sistema y no Servicio Nacional de Salud” que es la consecuencia de un gran debate, que pervive acerca de la organización del Sistema Sanitario.

El desacuerdo de Cataluña y Euskadi, con una ley básica haciendo valer las competencias que en esta materia le otorgaban la CE y los Estatutos de Autonomía, supuso la imposibilidad de crear una organización de la Sanidad bajo el concepto de Servicio Nacional de Salud. El término Sistema  hacía posible la diversidad organizativa en las diferentes  CC.AA, con reserva de competencias exclusivas para el Estado, se creaba un órgano de teórica coordinación llamado Consejo Interterritorial del SNS y sólo se contemplaban como básicos unos pocos artículos.

Pero, la complejidad de las necesarias conversaciones y/o negociaciones obligaba a introducir acuerdos y ajustes que hicieron necesarios 19 borradores, 35 meses de trabajo, mucha negociación así como la intervención directa del Presidente del Gobierno apoyando al Ministro Lluch para vencer las resistencias de los Ministerios de Economía y Hacienda y Trabajo, el día 26 de marzo de 1985, en reunión conjunta con los tres ministros.

Después, restaba un año de trámite parlamentario. La paciencia, el coraje y la determinación de E. Lluch hicieron posible que la Ley saliera adelante.

Diez años después de la aprobación de la Ley General de Sanidad, el PP accede al Gobierno y el ministro Romay no la deroga como habían anunciado desde Alianza Popular en 1983,84,85,86 sino que el pleno del Congreso de los Diputados el 18 de diciembre de 1997 aprobó el dictamen para “avanzar en la consolidación del Sistema Nacional de Salud mediante el estudio de las medidas necesarias para garantizar un marco financiero estable y modernizar el sistema sanitario manteniendo los principios de universalidad y equidad en el acceso”.

La aprobación de este dictamen, que se conoció como Comisión Romay  tuvo gran importancia y supuso políticamente la aceptación por el Partido Popular del modelo que se desprende de la Ley General de Sanidad de 1986, así como una coincidencia de fondo con las políticas llevadas a cabo en los once años anteriores por gobiernos de otro signo político, con lo que viene a despejarse definitivamente la posibilidad de que la alternancia en la gobernación de socialistas y conservadores conllevara modificaciones sustanciales o de modelo en el Sistema Sanitario,  es pues un dictamen que determina la consolidación del Sistema.

Pero la falta de conocimiento y del significado de los acontecimientos determinó que el acuerdo no fuera unánime, tampoco lo fue la aprobación de la LGS.

La sanidad española actual, tiene muchos problemas distintos a los de 1982 pero numerosos y creo que necesita una Ley General de Sanidad del siglo XXI. Por eso, si hoy estuviera aquí Ernest Lluch podríamos tener un debate maravilloso porque muchos de los conceptos objetos del mismo son bien actuales y al cabo de 30 años, la vida, la sociedad y la propia sanidad nos han enseñado mucho. Unos asesinos lo impidieron cobardemente el 21 de noviembre de 2000.

Tuve el privilegio de mantener con Ernest una larga conversación cuando era rector de la Universidad  Menéndez Pelayo con motivo de la inauguración en Portugalete de la Agrupación Socialista que lleva el nombre de Carmen García Bloise. Fue toda una mañana, evidentemente teníamos mucho deseo de hablar.

Fue nuestra despedida y la conservo viva en mi memoria con especial cariño. Ramón Jáuregui, testigo de nuestra charla, bromeaba: “Lleváis toda la mañana, conspiráis o es cosa sanitaria”.


lunes, 14 de septiembre de 2015

¿TIENE LA IZQUIERDA FUTURO?

El futuro de la izquierda es un debate sobre puntos de equilibrio, más que sobre modelos antagónicos o alternativos.
El socialismo, hoy, no puede representar un modelo terminado de sociedad, sino un proyecto en el que la cooperación represente una alternativa a la competitividad, como eje básico del progreso de las sociedades.
La misión histórica del socialismo no se limita hoy a moderar los excesos del capitalismo y a dotarle de un rostro humano, sino que el proyecto socialista trata de derrotar al capitalismo en su propio terreno natural de juego, el mercado, recuperándole como institución social creadora de riqueza colectiva.
El reconocimiento de que el mercado no es por definición una estructura económica al servicio del capital, sino una institución social que regula buena parte de las relaciones económicas de todos los seres humanos, supuso un punto de ruptura teórico para el socialismo europeo y para la izquierda en general.
Confundir mercado y capitalismo es un error teórico y político del que se derivan graves problemas estratégicos.
El fracaso planificador de las economías centralizadas, los excesos en la concepción del Estado como agente económico y el injusto refrendo a un proteccionismo económico, no puede servir de excusa para renunciar a definir el papel de lo público de manera explícita, para mantener la vigencia de importantes valores sociales y para reconocer la necesidad de establecer reglas de juego que permitan un desarrollo definido en términos sociales y no sólo en términos, económicos.
 Las amenazas de deshumanización que se ciernen sobre nuestras sociedades deberían alentar una reflexión en términos de valores, no únicamente de valores de izquierdas, sino de valores humanos útiles y justos. El capitalismo, expresa una concepción puramente instrumental o utilitaria de las personas y las estructuras sociales, mientras que para el socialismo son las estructuras económicas, comenzando por el mercado, quienes poseen tal valor utilitario, al servicio de las necesidades humanas.
Hay serios problemas prácticos, comenzando por la necesidad que tienen todas las economías nacionales de resultar competitivas para poder crear riqueza en el volumen suficiente que haga posible atender todas las necesidades sociales; paradójicamente, parece que la forma homologada de alcanzar el nivel económico necesario para este noble objetivo puede exigir como punto de partida una reducción del nivel de cobertura de las necesidades sociales, de tal suerte que configuraría un marco de convivencia en la que primaría la insolidaridad, generaría segregación y permitiría seguir contemplando al fondo de nuestra sociedad, la explotación.
Deberíamos buscar otras formas de alcanzar mejores niveles de capacitación productiva y competitividad, desde un orden social económico cooperativo. Las estructuras económicas modernas, incapacitan a las economías nacionales para adoptar políticas económicas y sociales diferenciales.
 Los Estados no pueden permitirse permanecer al margen de los tratados de libre comercio, aunque su adhesión signifique la imposición de un determinado papel en la producción e intercambio de productos y servicios que resulten difíciles para su cultura, sus estructuras sociales y sus necesidades.
No parece posible renunciar a la lógica de los ciclos económicos, desengancharse de una forma de hacer política basada en los indicadores macroeconómicos, estabilizándose en un nivel de riqueza que, adecuadamente repartido, permitiera satisfacer las necesidades humanas esenciales de toda la población.
Es dentro de estos condicionantes donde se sitúa uno de los temas clave para el futuro de la izquierda: la acción de gobierno de los partidos socialdemócratas.
Siendo indudable que el ejercicio del poder exige un elevado nivel de pragmatismo, también resulta indudable que es necesario interrogarse sobre los elementos diferenciadores entre las políticas que desarrollan los gobiernos progresistas y los conservadores. La existencia de una sensibilidad social más intensa en las filas socialdemócratas es evidente.
Pero también es evidente que las políticas económicas y sociales tienden a homologarse, muy particularmente las reformas restrictivas, en los sistemas de protección social y de relaciones laborales. El hecho de que exista una base real de sustentación de algunas de estas actuaciones legislativas, no debe traducirse en una renuncia explícita a definir el modelo de sociedad que la izquierda considera al tiempo necesario y posible. Sin esta definición explícita será difícil esperar algo más que un mimetismo desordenado difícil de explicar a los ciudadanos.
 En este contexto restrictivo, para aportar valor real a las propuestas políticas de la izquierda es necesario enfrentar el futuro desde un posicionamiento activo. En lugar de situarse a la defensiva y atrincherarse cada vez que parece sonar la artillería neo/ibera!, hay que demostrar con los hechos que es conciliable una política de protección social avanzada con la rigurosidad económica y política que los tiempos presentes parecen demandar.
En esta tarea, no sirven de mucho los discursos obsoletos, estatalistas a ultranza que simplemente se niegan a reconocer que el papel del Estado en la economía empieza a comprenderse mejor en términos de capacitación e incentivación que de control e intervención.
 El hecho de que la sociedad genere formas organizativas concretas para gestionar los recursos colectivos no puede llevarnos a pensar que el objetivo básico de la sociedad sea, precisamente, la defensa dogmática de esas formas de organización, es decir, a confundir los instrumentos con los fines.
Los cambios sociales tiran de las instituciones para que se adapten y si éstas no resultan congruentes con los valores, demandas y necesidades sociales sólo consiguen una creciente desafección por parte de los ciudadanos. 

Creo que esta reflexión es necesaria, porque es evidente la existencia en la izquierda de un cierto fetichismo emotivo que intenta obtener adhesiones viscerales a un mundo de viejas palabras e imágenes que pueden haber perdido hoy buena parte de sus contenidos; una posición en la que son los símbolos lo que más importa, como si el mundo de lo real fuera un artificio y sólo tuviera existencia real el mundo de las ideas. Las posiciones socialistas se suman con frecuencia en una especie de perplejidad paralizante; su discurso es a menudo divagante e impreciso y ello ciertamente no aporta valor ni a la sociedad, ni al propio pensamiento de la izquierda.
¿Debe girar necesariamente todo el discurso socialdemócrata en torno al papel del Estado? No, a mi entender.
Los valores de izquierdas -la solidaridad, la cooperación, la distribución equitativa de los recursos sociales, el bienestar entendido como ayuda mutua y protección frente a los riesgos, la emancipación de las penurias y la incultura para todos los seres humanos- siguen manteniendo plena vigencia y en este universo el papel del Estado es esencial. Pero desde ¡a propia sociedad, desde sus sectores más comprometidos, se reivindican nuevas formas de plasmar estos valores.
Sin suficiencia y eficiencia económica, sin control financiero y sin legitimación social el sistema de instituciones de bienestar de nuestro país estaría comprometido, porque ya no es posible sostener una política de protección social a partir únicamente de la capacidad de la regulación normativa estatal -el poder-, sino que su razón de ser debe enmarcarse en las propias exigencias y posibilidades de un estado social moderno bien sostenido por los propios ciudadanos.
Mantener los niveles existentes de protección social puede colisionar con las expectativas de los sectores sociales que soportan el gasto público, con las capas medias de la población.
Son estas capas medias de la población -el primer mundo de las sociedades desarrolladas- quienes, en mayor medida, tienden a adherirse a posiciones políticas conservadoras que prometen reducir las cargas sociales y fiscales, privatizando amplios campos de la provisión y/o cobertura social, para su compra en un mercado ampliado de servicios, reforzando de hecho una cultura insolidaria del sálvese quien pueda, lo que constituye la principal amenaza para el Estado de Bienestar.
El que, desde posiciones solidarias, se analice angustiadamente la profunda perversión de unos valores que se creían sólidamente asentados no aporta valor a la acción política: no pasa de ser un ejercicio académico irrelevante para la marcha de las sociedades.
Hablando en términos muy prácticos, especialmente ante situaciones de crisis, la definición del papel del Estado exige tener en cuenta qué prestaciones públicas son necesarias para no desnaturalizar un servicio ; qué criterios deben emplearse si se hiciera indispensable establecer prioridades; qué recursos sustentan estas políticas y si lo necesario coincide con lo posible; qué formas de cuidados y prestaciones pueden ser consideradas socialmente aceptables en cada momento; cuándo debe comenzar y terminar cada prestación y, sobre todo, quién debe estar comprometido en la toma de decisiones en política social.
Tener preparadas estas hipótesis de trabajo supondrá de hecho salvar el Estado de Bienestar una vez superadas las condiciones económicas desfavorables. No debieran confundirse las medidas que puedan tomarse ante una situación de cierta emergencia económica, con el nuevo rostro que podría darse a esta sociedad desde postulados ideológicos que no son, ciertamente, socialdemócratas. Ese nuevo rostro de nuestra sociedad, lo veríamos configurado si las medidas restrictivas no se tomaran con suficiente fundamento en nuestra realidad y en nuestra cultura, sino como respuesta a la de poderosos sectores bien organizados, tópicos o modas que encubren perfiles ideológicos de largo alcance, y que, en último extremo, tienen poco que ver con la solidaridad, la izquierda y la socialdemocracia.
Existe, también, un dilema ético que debemos afrontar y que determina los planteamientos ante la oferta de prestaciones, la asignación de recursos, su utilización y; además, pone sobre el tapete otras preguntas más pragmáticas y cotidianas, que hoy carecen de una respuesta inequívoca y que podríamos resumir en la siguiente: ¿quién define la eficacia -y por tanto la prioridad- de cada uno de los subsistemas interrelacionados que actúan directa o indirectamente sobre el bienestar social y otras funciones críticas que tienen lugar en el ámbito de lo público?.
La ideología socialista, en cuya tradición histórica destaca la aceptación de la transferencia de derechos individuales al estado, hoy ha de ser mucho más realista; no es posible aplicar esquemas rígidos que no se adaptan a situaciones cambiantes.
Los ciudadanos van exigiendo mayor capacidad de decisión y, además, en sus escalas de valores aparecen nuevas exigencias relacionadas con la calidad de vida. En su relación con los servicios públicos, esta nueva colectividad exige nuevas respuestas más eficientes, de mayor calidad.
Es necesario establecer sistemas de equilibrio efectivo que garanticen que los poderes públicos, en el desarrollo de sus competencias, se orienten a satisfacer las necesidades colectivas y no sus propias exigencias corporativas.
En el ámbito público, la necesidad de establecer un sistema de equilibrios se traduce en la necesidad de rediseñar la planificación paternalista si se pretende realmente que los ciudadanos puedan ejercer un papel de contravalor frente a los políticos y los gestores, que continúan dominando los procesos de toma de decisiones. En esta orientación y según mi criterio, el papel del Estado es insustituible, pero es necesario impulsar una nueva mentalidad política y de gestión pública que persiga el cambio de paradigma, desde el paternalismo a la participación real, desde el ciudadano como objeto, al ciudadano como sujeto. De lo estatal, a lo público como ámbito integrador de todas las dinámicas sociales fundamentadas en los valores socialistas.
Para poder desarrollar esta nueva visión de la sociedad del siglo XXI, es preciso un importante esfuerzo de reflexión y de producción teórica; posiblemente, ésta sea la tarea más urgente si pretendemos que la izquierda europea sea algo más que un mero equilibrio entre el pragmatismo y las señas de identidad históricas.
Posiblemente, los viejos valores del socialismo continúan siendo válidos; es, más bien, la forma en que deben plasmarse en una sociedad que ha cambiado mucho y que cada vez es más compleja lo que exige un gran ejercicio de creatividad y de sensibilidad, porque hoy en día los ciudadanos realizan su propia reflexión -si bien, muy mediatizada por unos medios de comunicación omnipresentes- y experimentan sus propias inquietudes y deseos. 

Como la propia realidad se encarga de recordar con frecuencia, descalificar las nuevas actitudes sociales con etiquetas -nihilismo, hedonismo, materialismo o egoísmo- no es una buena fórmula. El comportamiento humano es un asunto complejo y sin duda contradictorio, pero los viejos y buenos ideales del socialismo democrático son plenamente reconocibles en muchos de los valores que sustentan la actividad de grupos, movimientos y ciudadanos particulares. Es la propia incapacidad de las estructuras partidistas para integrar los nuevos discursos lo que nos impide ver con frecuencia que la parte más comprometida de la sociedad nos pasa por la izquierda.
¿Hasta qué punto es posible integrar estas nuevas sensibilidades sociales en el discurso tradicional de la izquierda? O quizás, sería más correcto el enunciado contrario: ¿hasta qué punto es posible integrar el discurso tradicional de la izquierda en las nuevas sensibilidades sociales?
No es tan sólo un problema de matiz. Sin un sustento social auténtico, sólo existe una izquierda de laboratorio.
Conciliar la integración en las dinámicas sociales con la acción responsable de gobierno en una sociedad mundializada e interdependiente es una contradicción que la izquierda no ha sabido resolver y cuya resolución aún se nos antoja lejana. En todo caso la sensibilidad que nos ha proporcionado nuestra cultura socialdemócrata ha de impedir que el desarrollo de la contradicción llegue hasta los términos de la ruptura.
Complementar una actitud intelectual crítica ante la realidad, con unos comportamientos públicos intachables, en el fondo y en la forma, parece ser la única manera de avanzar recuperando la sintonía con la sociedad. 

La nueva ética de lo público nos compromete a todos, pero muy particularmente a aquéllos en cuyas manos deposita la sociedad recursos colectivos, exigiendo una gestión eficiente que aporte la mayor rentabilidad social a cada euro gastado.
Modernizar las estructuras públicas, orientar los servicios hacia la satisfacción de las exigencias de sus usuarios, hacer política entendida como la toma de decisiones comprometida, transmitir valores esenciales, como la equidad y la justicia, etc., son diferentes facetas de una misma vocación de izquierda. Porque hoy más que nunca es posible afirmar que la eficiencia es un prerrequisito para la ética y que la ética es un prerrequisito para la eficiencia. 

miércoles, 25 de febrero de 2015

EL PSOE DE MADRID PUEDE SALIR DEL ABISMO

En esta hora partidaria es necesario no cometer más errores. Equivocaciones diversas nos han traído hasta aquí y tenemos por delante la elección del candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid por nuestro partido.

Me permito opinar porque están dándose las condiciones para que se genere una tormenta perfecta caracterizada entre otras cosas, porque cuando finaliza,  el territorio correspondiente emerge arrasado, y nuestra organización viene sufriendo demasiado, con una frecuencia progresivamente intensa, piruetas y ocurrencias que no deberían tener cabida en un partido socialdemócrata, si se tiene conciencia clara de lo que significa la socialdemocracia.

He defendido desde hace muchos años el perfeccionamiento de la democracia interna y desde diversas tribunas he propuesto primarias como la fórmula menos mala para elegir candidatos y dirigentes, salvedad hecha de los procesos en que el “voto sindicado” ha escamoteado la legitimidad del mecanismo de elección, y de esto también sabemos algo en el PSM.

Me reconforta ver como notables partidarios de la democracia delegada como forma de funcionamiento interno de nuestro partido, hoy son magníficos adalides de las diversas formas de primarias.

En el proceso de primarias para elegir candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid en 2011 apoyé explícitamente a Tomás Gómez.

Hoy estamos inmersos en una situación crítica en que los contendientes expresan su posición a través del mecanismo de elección que proponen algunos candidatos y se observan movimientos que hacen temer lo peor.

No debemos equivocarnos. Las responsabilidades políticas de Tomás Gómez deben ser evaluadas en los órganos correspondientes y a su debido tiempo, de la misma manera que la gestión política y las responsabilidades de Pedro Sánchez habrán de analizarse en el ámbito partidario adecuado; pero por favor no enmarañen más la situación porque surgirá el equívoco y la confusión.

No es el momento de las responsabilidades políticas. Las elecciones autonómicas y municipales tendrán lugar dentro de 96 días. Me resulta verdaderamente complicado pensar que estemos dispuestos a dejar pasar treinta días en un proceso electoral interno, con la lógicas resacas que en estas latitudes son intensas en los albores de la campaña electoral.

Creo que puede obviarse un proceso de primarias y que sean nuestras agrupaciones, votando en secreto las distintas opciones si así lo reclamaran los militantes, quienes ofrezcan unos resultados a la Gestora que les permita decidir.

Siento el máximo respeto por nuestros militantes y de manera especial cuando son capaces de ofrecer su candidatura al conjunto del partido.
En este momento desde nuestra candidatura ha de hacerse un discurso que sea considerado con seriedad por la opinión pública para recuperar la credibilidad. Hemos de hacerlo con fundamento, utilizando las palabras justas, en el lugar preciso con plena conciencia de sus consecuencias.

Mi preocupación en medio de esta tormenta se alivió al comprobar la posibilidad de la candidatura de Ángel Gabilondo.

Inmediatamente recordé el intento que hicimos algunos hace 12 años para proponer a Javier Solana como candidato al Ayuntamiento de Madrid. Quien tenía que decir la última palabra no le agradó la idea. Lo peor es que nunca ha explicado políticamente su decisión. Si se hubiera producido dicha nominación, tal vez, hoy no estaríamos en esta situación.

Ángel Gabilondo es un excelente Catedrático de Metafísica de quien tuve noticia explicando yo Reumatología en la misma Universidad. Nadie podrá aprehenderle, porque aportará valores a la política autonómica que ha cultivado previamente.

Le conocí en su época de Rector de la Autónoma y su discurso transmitía desde la palabra justa, la credibilidad necesaria. No se debe desaprovechar su disponibilidad para liderar nuestra candidatura.

Su relevancia académica indiscutible se vio sometida al trabajo político en el Ministerio de Educación y de allí salió con su figura agigantada. No consiguió sacar adelante el Pacto de Estado en materia educativa; pero la ciudadanía percibió con respeto y no poco agrado su esfuerzo, sólo truncado por las “necesidades políticas” de la entonces “leal” oposición.

Las personalidades relevantes como Ángel son capaces de comprometerse en momentos difíciles más allá de ubicarse en medio de un proscenio que desde el patio de butacas puede aconsejar a desvincularse.

En este tiempo, cuando se habla de “política nueva” es pertinente recordar lo que decía Ortega: “Nueva política es nueva declaración y voluntad de pensamiento que más o menos claros se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos”, por ahí pienso yo irá la nueva política que puede encarnar Gabilondo.

Muchas gracias compañero Zerolo y compañera Valcarcel por vuestro coraje y disponibilidad.

Por las razones señaladas implícita y explícitamente cuenta Ángel Gabilondo con mi voto político para ser nominado candidato a la Presidencia de la CAM y en todo caso con mi respeto y amistad.


Pedro Sabando Suárez
Ex Presidente PSM

Médico Emérito del Servicio Regional de Salud

viernes, 7 de noviembre de 2014

EVOLUCIÓN DE LOS SISTEMAS SANITARIOS

El desarrollo de los sistemas sanitarios públicos modernos que hoy conocemos en los países desarrollados se produce tras la Segunda Guerra Mundial y especialmente durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo; acompañando a la recuperación económica de la posguerra y al desarrollo de las políticas económicas keynesianas características de esa época.

En la década de los ochenta y tras la resaca de la primera gran crisis económica de la postguerra, es cuando comienzan a generalizarse las señales de alerta.

La necesidad de hacer compatibles la autonomía profesional y la lógica económica es una exigencia racional. Pero, el reconocimiento general del problema no lleva, por sí solo, a consenso en cuanto a su solución.

martes, 14 de octubre de 2014

ÉTICA Y SALUD

El concepto de Ética Médica se entiende como los principios éticos que gobiernan la conducta profesional en el ejercicio de la medicina, tanto en lo que se refiere a las obligaciones de los médicos con los pacientes, como a las de aquéllos con otros profesionales.

Desde los principios éticos han de contemplarse las políticas de salud, los servicios de salud y la práctica médica.

Desde el respeto a los valores éticos, en todos los ámbitos, entiendo que, el Sistema Sanitario Público puede demostrar capacidad para dar respuesta a las demandas crecientes y satisfacer las expectativas tanto de los pacientes a nivel individual como del conjunto del sistema social.

martes, 10 de junio de 2014

PROFESIÓN MÉDICA Y SOCIEDAD

Los procesos adaptativos en las profesiones modernas son mucho más eficaces y ágiles que en las que -como la Medicina y el Derecho, por ejemplo- han alcanzado un elevado grado de institucionalización. La Medicina moderna debe adaptarse a las nuevas realidades sociales, demográficas, económicas, tecnológicas y políticas, sin que quepa interpretar éstas como el simple resultado de la acción reguladora arbitraria del poder sanitario (ya sea éste el Estado y/o los grupos empresariales del sector).

Este proceso adaptativo es difícil y conflictivo, porque choca de lleno con los valores tradicionales más importantes de la profesión: autonomía, relación benéfica, e incondicional con el paciente, desarrollo científico y tecnológico sólo condicionado por el estado de la Ciencia en cada momento, autonomía plena y con acceso ilimitado a los recursos disponibles y un elevado estatus profesional y personal -nivel de renta, prestigio, poder fáctico, etc., como miembros de la comunidad.

El tercer vértice del triángulo, junto con la Profesión Médica y el poder sanitario, son los ciudadanos, en su rol de pacientes. Los nuevos cuadros de valores firmemente instalados son más pragmáticos, utilitarios, e individualistas. Han caído grandes mitos y, entre ellos, el mito del Profesional como autoridad experta en un área de conocimientos expresamente reservada a su ámbito de actuación.

 El ciudadano desempeña un rol político más relevante que hace unas décadas y un rol social, mucho más activo. De  la beneficencia a los derechos, también en el acceso y uso de los servicios sanitarios. Ello lleva implícito un escrutinio mucho más severo de los servicios profesionales recibidos y, aunque la Medicina sigue poseyendo un halo de respetabilidad social muy alto, el reforzamiento del rol de ciudadano más informado y exigente se deja sentir claramente entre los médicos.

Si a ello le añadimos que las exigencias son sensiblemente superiores, sobre todo, en cuanto a confort, trato personal, accesibilidad e inmediatez, etc., podremos concluir que emerge y parece asentarse sólidamente un nuevo marco de relaciones entre el ciudadano, los servicios sanitarios y los profesionales de la salud.

El fuerte desarrollo del sistema sanitario no se ha realizado exclusivamente en base a la Medicina; sino que también se ha consolidado la enfermería y han ido emergiendo (técnicos, salubristas, pedagogos, dietistas, químicos, físicos, biólogos, informáticos, etc.) nuevas profesiones cualificadas que han pasado a desempeñar un papel esencial en las modernas organizaciones sanitarias. Las fronteras que separan a las diferentes profesiones se han ido difuminando y los puntos de fricción y colisión entre ellas han ido aumentando.

Por último, el fuerte desarrollo de la concepción empresarial de las organizaciones sanitarias -privadas, pero también públicas- ha introducido nuevas culturas y lenguajes en el mundo profesional y, sobre todo, ha supuesto la necesaria complementariedad de las decisiones médica y gerencial. La inclusión de estas culturas y lenguajes (eficiencia, costes, recursos, rentabilidad, evaluación externa, estrategia empresarial, cartera de servicios, efectividad, calidad, satisfacción de clientes...) es sumamente difícil y produce resistencias lógicas.

Todo lo anterior conforma un panorama difícil para la Profesión Médica, en todos los sistemas y países; cual es la necesaria adaptación a una realidad inevitable que se ve dificultada por el desarrollo de un creciente malestar, de la percepción de amenaza a valores y estatus, de resistencias a los cambios y de una cierta -y creciente- fragmentación interna en la profesión.

Ello da lugar a una cierta culpabilización recíproca, con la Institución Médica desarrollando sentimientos de amenaza a sus valores que atribuyen al poder sanitario, y éste desarrollando a su vez una preocupación cada vez más alta acerca de las consecuencias de la toma de decisiones sobre el gasto, la eficiencia, rentabilidad y efectividad de los servicios de salud.

La situación descrita es complicada de resolver, pero, sin duda, la mutua culpabilización sólo produce anticuerpos en ambas instituciones y paraliza la posibilidad de entendimiento; es por tanto necesario, para la salud del sistema un gran entendimiento, derivado de la comprensión de la realidad.

Las relaciones entre Medicina y Sociedad nunca han estado libres de tensiones; pero, exige una creciente mentalización de la Profesión Médica con respecto a un nuevo tipo de organización profesional al servicio de la sociedad y que, precisamente en ello, encuentre potenciado su rol social como Institución perdurable y necesaria.



lunes, 19 de mayo de 2014

LA MEDICINA, COMO INSTITUCIÓN SOCIAL

La Medicina, como Institución, se debate dentro de esta gran paradoja, en la que el centro de gravedad parece situarse del lado de las visiones tecnológicas, contrapuestas a las concepciones sociales. Ello no deja de ser congruente con las lógicas dominantes en las sociedades capitalistas avanzadas y con el despliegue de las capacidades mercantiles del complejo médico- industrial, así como con los valores inmediatos, consumistas y hedonistas característicos de esta sociedad que vivimos.

Todo esto tiene varias consecuencias:

La gran capacidad de la Medicina para solucionar problemas individuales, medicaliza importantes esferas de la vida social, como por ejemplo, las toxicomanías y el alcoholismo, los problemas de la ancianidad, la planificación familiar o un amplio campo de los comportamientos sociales, que son definidos en términos patológicos (depresiones, stress, conflictos familiares, fracaso escolar, problemas sexuales, etc...). No se trata de que estos ámbitos sean ámbito exclusivo de la Medicina, pero sí que, en su definición y tratamiento, la Medicina desempeña un rol fundamental.

La imposibilidad de que la Medicina dé respuesta adecuada a todos estos problemas (cuya génesis es social, demográfica, cultural, económica…, pero no orgánica) hace que su enorme capacidad y eficacia en el ámbito individual sea mucho más limitada.

Aún, más: conjuntamente con lo anterior, las enormes expectativas sociales que la Medicina despierta entre los ciudadanos,
acerca de su capacidad tecnológica y científica para dar solución - actualmente o a muy corto plazo- a las grandes o pequeñas patologías de nuestra civilización (desde el cáncer, las enfermedades cardiovasculares, el síndrome de Alzheimer, el SIDA o las alergias, hasta toda la amplia gama de trasplantes que prometen sustituir cualquier órgano deteriorado y colocar uno perfectamente funcional, pasando por los desórdenes de la menopausia o el crecimiento, las disfunciones del sistema inmunológico, las malformaciones fetales o el propio envejecimiento) ha ayudado al actual sobredimensionamiento de la Institución Médica, su omnipresencia social y, desde luego, al enorme crecimiento del gasto sanitario, que en estos momentos consume entre el 6% y el 15 % de la riqueza nacional en los países desarrollados.

Los grandes centros hospitalarios han sustituido, en la imagen pública, al médico de familia, como símbolo de la Medicina moderna; al tiempo, la tendencia creciente a la organización de los médicos de asistencia primaria en grupos -bien, bajo la dependencia pública, como en los centros de salud españoles, bien como agrupación profesional privada, lo que se da con cada vez mayor frecuencia incluso en sistemas tan dispares como el de los Estados Unidos de América y el del Reino Unido- parece ir minando la relación humana entre el médico y sus pacientes, cada vez más impersonal y, por ello, menos satisfactoria para ambos.

Los médicos de asistencia primaria oscilan entre dos polos: el de la funcionarización o asalarización, ninguno de los cuales es congruente con su sistema de valores, todo ello en un clima financiero restrictivo que tiende a controlar cada vez más intensivamente sus prácticas profesionales y su toma de decisiones.

 La imagen del profesional liberal autónomo va desapareciendo, al tiempo que la del médico de familia: bien, por la vía del salario, bien por la de la capitación, bien por la del contrato de tarifas pactadas, el médico de hoy es mayoritariamente un asalariado, en la concepción más amplia posible del término; se encuadra en organizaciones, comparte recursos y decisiones, es evaluado desde diferentes ópticas y trabaja en equipo con un horario.

Sin embargo, los médicos hospitalarios -teóricos beneficiarios del nuevo paradigma asistencial- tampoco permanecen ajenos a este clima de frustración; el hecho de que entre el 60% y el 70% del gasto sanitario se produzca en los hospitales y de que el fuerte desarrollo tecnológico y científico genere nuevas expectativas y demandas entre los ciudadanos, hace que las actividades profesionales sean objeto de control, evaluación y delimitación.


 La autonomía profesional se erosiona y el papel de los gerentes se ve potenciado por la necesidad de obtener cuentas de resultados financieras que permitan el mantenimiento de los servicios. Una vez más, el fenómeno es independiente del carácter público o privado de los sistemas. Sorprendería comprobar cómo el sistema que mayor desarrollo conoce de las fórmulas controladoras, evaluadoras e, incluso, coactivas (presupuestos clínicos, segunda opinión obligatoria antes de la cirugía, evaluación de procedimientos, listas negras con los mayores consumidores de recursos, compartición de riesgos económicos, re-certificación periódica obligatoria, control administrativo de las órdenes asistenciales, etc...) es, precisamente, el privado norteamericano.