El
Sistema Sanitario Público ha de estar a la altura de los tiempos, para acabar
con el mito de que “lo público es ineficiente”. No puede el sistema conformarse
con lo simplemente aceptable y ha de aspirar a lo mejor; pero será necesario
para ello hablar con claridad a los ciudadanos sobre los problemas comunes, que
permitirá abordar las modificaciones necesarias para ofrecer soluciones y en
definitiva liderar decididamente por los propios empleados públicos y su representación
sindical y profesional un escenario social transformador.
No
es posible imaginar un servicio público
tecnológica y socialmente avanzado
sostenido por una estructura obsoleta.
El Sistema Sanitario Público
debe alcanzar un compromiso de modernización de sus estructuras,
para ajustarse mejor a las
demandas crecientes -en cantidad, pero también en calidad- de los ciudadanos de
un país moderno y avanzado.
Los instrumentos operativos de hoy en día,
deben ir siendo sustituidos progresivamente por otros más flexibles y
adaptables, que se acerquen al ciudadano, en lugar de esperar que los tiempos y
expectativas de éstos encajen forzadamente
dentro de procedimientos, circuitos y sistemas lentos y formalistas, que el
estado autonómico ha hecho especialmente complicados.
Resulta manifiestamente imposible desarrollar programas y sistemas organizativos que acerquen las disponibilidades del sistema a las expectativas de los ciudadanos (libertad de elección, accesibilidad
adecuada, segunda opinión) principalmente a causa de la obsolescencia de los sistemas administrativos en que debe desenvolverse el Sistema Sanitario Público.
Sin embargo, esta
modernización no es posible únicamente mediante reformas legales y
reglamentarias, sino que exige un cambio cultural profundo que sea, no ya
aceptado, sino liderado por los propios empleados públicos del sistema y su
representación sindical y profesional.
Es éste un apasionante
terreno de encuentro que comienza a abrirse para obtener entre todos un sistema
mas eficaz y moderno, que estaba en la cabeza del legislador de la Ley General de Sanidad; pero pese a la
descentralización de competencias no ha llegado a cumplirse, aunque los
Sistemas Regionales de Salud sean más abordables que el mastodóntico sistema
centralizado.
Existe un mito bien
extendido que afirma que lo público es ineficiente, aunque más justo y ético;
este reparto de papeles (lo público, justo; lo privado, eficiente) no tiene
bases científicas. El Sistema Sanitario Público debe modificar sus hábitos de
funcionamiento, porque la separación radical entre lo ético y lo eficaz cada
vez es menos aceptada por los ciudadanos, que exigen ambas condiciones al
tiempo.
Desde una perspectiva amplia,
el Sistema Sanitario Público puede desenvolverse con niveles de eficiencia
similares o superiores a los de las mejores empresas privadas; no existe ningún
impedimento esencial, porque el potencial profesional, tecnológico, de
equipamientos e instalaciones es sumamente competitivo. Falta el toque organizativo
que sea capaz de integrar sinérgicamente a todos los miembros del sistema en torno a
objetivos claros y definidos; que afirme las competencias esenciales de la
organización y las desarrolle para que cada una de ellas aporte valor añadido a
la cuenta social de resultados. Y no sólo es posible, sino inaplazable.
Es necesario que cada
empleado del Sistema Sanitario Público, ocupe el lugar que ocupe en su
estructura, y empezando, desde luego, por sus cuadros directivos, contemple sus
actividades diarias como algo manifiestamente mejorable.
Resultaría sorprendente comprobar cómo la
iniciativa de los empleados y profesionales, en un entorno flexible, es capaz
de detectar, plantear y dar soluciones a problemas, grandes y pequeños, que hoy
se presentan. Sin embargo, la iniciativa es hoy un valor demasiado cohibido. El
sistema debe desplegar ambiciosamente sus capacidades y estas capacidades no
están ubicadas sino en sus profesionales y empleados, que son su principal
activo; no es posible hoy renunciar a la excelencia como filosofía
organizacional y profesional, porque en ello va en juego el futuro de la propia
organización.
En las sociedades
organizadas democráticamente, los ciudadanos son representados a través de las
instituciones legales, pero ello no debe evitar que existan fórmulas
participativas directas en aquellos ámbitos de la vida social que –como los
servicios públicos- poseen un impacto profundo en su calidad de vida.
Ampliar la participación directa de los ciudadanos en
el Sistema Sanitario Público es
una ambición que, sin embargo,
no ha sido adecuadamente resuelta en ningún país
desarrollado; parecen ser necesarias una alta creatividad e imaginación para
desarrollar fórmulas innovadoras que, sin
usurpar a los órganos democráticos
constitucionales sus competencias de dirección
y control, involucren decisivamente a
los ciudadanos en algo que es suyo y que a ellos, como a nadie, preocupa y atañe.
El
Sistema Sanitario Público se ve
atenazado, con frecuencia, de un cierto pesimismo histórico que cohíbe buena parte
de sus capacidades; este estado de ánimo debe ser cambiado por altas dosis de confianza en el enorme valor social que aporta y que a veces siente que no es adecuadamente
reconocido.
No se puede negar que existe algo de verdad en esta sensación: los ciudadanos
son cada vez más exigentes, las demandas,
cada vez mayores y más cualificadas y los problemas, cada vez más complejos; en contraposición, el clima económico no es el idóneo y el marco administrativo y cultural en el que debe
desenvolverse a veces ayuda poco en
los esfuerzos de mejora.
Sin embargo, es precisamente la conjugación del alto valor social que aporta y de las enormes capacidades científicas, tecnológicas, humanas y materiales que acumula, lo que puede permitirle, en un marco político y social adecuado, adoptar una posición de liderazgo social transformador.
Ello exige dos cosas: una, primera y posiblemente la más compleja, la integración
de todos sus componentes en torno a los grandes objetivos, siempre intentando
adoptar las estrategias de garantía
incondicional de servicios de calidad y de compromiso de financiación interna a
través de políticas de
eficiencia; la segunda condición es la creación de un marco organizativo,
jurídico y humano capaz de
proporcionar a la organización capacidad de respuesta ante los problemas, orientación estratégica
ante el futuro y unas relaciones incentivadoras y estimulantes con
los profesionales y empleados públicos que deben, en definitiva, ser quienes asuman ese liderazgo social transformador.
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